lunes, 9 de diciembre de 2013

Gladys



No sé muy bien por qué decidí salir a la calle, quizás porque me llamó el clamor de un zorzal desde algún paraíso cercano, o tal vez me acuciaron las ganas de empujar un poco de libertad con los hombros, parecía todo tan desplegado y libre detrás de la ventana. Por eso salí. Aunque jamás imaginé que terminaría dando dos vueltas a la manzana, mucho menos ahora que pienso en aquel insólito motivo.
Había llegado a mi casa después de un larguísimo día de trabajo. Si mal no recuerdo todavía tenía tinta verde empapándome los dedos, demasiado sello, demasiadas recetas a lo largo del día. Los viernes siempre son complicados en el trabajo, pero aquella jornada terminé despachando la inconmensurable cifra de diez mil recetas (soy auditor de farmacia).
Fue algo extraño dejar el mate enfriándose sobre la mesa. Pero de alguna manera, ese día, la puerta de calle ya estaba abierta para mí desde muy temprano a la mañana, ya las cadenas estaban rotas, la suspensión de la tiranía del reloj, más tarde me di cuenta. Y mi esposa no me escuchó cuando salí a la claridad escasa de la tarde, solo el Blacky, que quiso venir conmigo hasta que lo reprendí y se fue a la cucha con el rabo entre las patas, perro miedoso, si nunca le pegamos en casa.
Agradecí la brisa que apenas me despeinaba y hacía susurrar los paraísos del verano. Encontré algunos vecinos apechugando de tanto sofoco, montados sobre sillitas de mimbre y refugiados en el fresco de la vereda. Creo haber saludado a don Cosme, de pantalón largo estaba el viejo con el calor que hacía.
Aunque nunca pensé demasiado en ella, de improvisto tuve la certeza de haberla visto, como si se hubiera escapado de algún sueño. Pero la perdí porque la niña doblaba la esquina, su falda blanca floreada de rojo la seguía como siempre la siguió, tan sumisa a su talle. Creí haber visto también su melena rozando el filo de la fachada y escondiéndola de mi vista. Cuando llegué a la esquina decidí doblar, seguirla por Echeverría, para dar vuelta a la manzana. Fue irremediable e increíble verla otra vez, su falda doblando nuevamente a la derecha. A pesar de encontrarme abstraído en la persecución, tuve la lúcida intuición de un minucioso juego de sincronización, ajustado entre esquina y esquina a la milésima de segundo, como si todo estuviera calculado para que cuando yo entrara en la calle por donde la había visto desaparecer, ella ya estuviera sumergiendo sus pies en la perpendicular inmediata. Se escondía de mí. Ese segundo episodio obviamente me hundió en la intriga, y hasta me obstiné en seguirla. Porque creí haber distinguido su mochila rosa, la misma que ella usaba a los diez años, cuando venía a mi casa para hacer los deberes del colegio. Eso fue hace mucho tiempo, yo ahora tengo 38 y soy auditor de farmacia.
Apresuré los pasos para alcanzar a la niña que se me adelantaba, siempre por una cuadra. Al llegar a la calle San Ramón ocurrió lo que tanto temí. La falda blanca nuevamente se perdía detrás de la vertical, doblando por La Cautiva. Una cuadra más y terminaría dando vuelta a la manzana. Me devoró la ansiedad por volver a ver su rostro salpicado con pecas, su mentón infantil por donde siempre resbalaba una gotita de mate cocido con leche. Volví a encontrar a don Cosme, todavía sentado en la sombra. El viejo se sorprendió, me había visto aparecer por la dirección contraria. Por encima de su cabeza la falda blanca me mostraba su último vuelo antes de perderse otra vez. El viejo me hizo una pregunta que no recuerdo, si me había olvidado algo en casa, una de esas preguntas que se hacen para salir del paso, no supe que responderle. Llegué por segunda vez hasta Echeverría y volvió a repetirse la aparición fugaz, luego la melena castaña esfumándose nuevamente. Por segunda vez lo sorprendí al viejo Cosme, otra vez apareciéndome de improvisto por el lado izquierdo. Me miró con más asombro, seguramente le impresionó mi rostro desencajado. Porque ahora que lo pienso, no hay manera de mantener la compostura cuando se persigue a una niña de la cual hace casi treinta años no se tiene noticias, y mucho más si la niña se burla de uno, jugando al juego del atrápame si puedes, si por ella fuera, dando vueltas eternas a la manzana. Gladys, Gladys estaba jugando conmigo. Otra explicación no se me ocurre.
Vi por última vez sus zapatillitas azules abandonando la calle San Gerónimo, otra vez desapareciendo por Echeverría. También me despedí de la curiosidad de don Cosme que ya me observaba con cara de preocupación. Era imposible alcanzar a la niña Gladys. El agua para el mate se había entibiado pero igual me animé a cebar el último. No sé desde cuando, creo que desde siempre, tengo la costumbre de tomar el primer mate de parado, me lo llevo a la ventana donde termino la infusión mirando la calle. Se me resbaló de la mano cuando vi a Gladys (la niña Gladys, porque ahora debe tener 36) desapareciendo por el segmento de vereda hacia la derecha, pasaría frente a don Cosme seguramente. Y don Cosme sí podría mirarla, como ya la había visto en dos ocasiones, porque aunque no la conoce, Gladys es tan linda que llamaría la atención de cualquiera. Qué lastima no haber podido verla, ni siquiera con los ojos de don Cosme, tan lindo es el vuelo de los cabellos de Gladys, acompañando el caminar pausado y grácil que tuvo siempre.
Mi esposa llegó desde el dormitorio, abandonando el bordado, me preguntó qué había ocurrido. Le dije la verdad pero a medias, después de todo los mates suelen resbalarse de las manos con más frecuencia de las que uno asiste, mucho más si las manos tienen dedos verdes fatigados de tanto sellar toda la tarde. Me aconsejó mirar un poco de televisión, distraerme con la transmisión del partido que river plate jugaba esa noche. Creo que le dije sí querida, como siempre que estoy pensando en otra cosa. Ella lo sabe muy bien y me lo reprocha, no por nada estamos casados hace quince años. Pero esa tarde estaba desmedidamente absorta en el bordado y las agujas. Me dijo que bueno, que era normal, y volvió a sus cosas.
Me quedé con la nariz pegada a la ventana, esperando ver pasar a Gladys. Pero no apareció. Ya se hacía de noche y sé que a Gladys no le gusta la oscuridad. Además, la oscuridad de ahora es distinta a las de hace treinta años, mucho más peligrosa para una niña. Antes casi siempre nos dejaban quedarnos un ratito más en la vereda, intercambiando figuritas o cortejando a alguna niña que asomaba los ojos por el balcón.
Como es de suponer me fui a dormir pensando mucho en Gladys, en su manera de escaparse de mí, privándome de colmar la necesidad de descubrir una nueva peca dibujada alrededor de la nariz, su pequeño mentón bailando en cada palabra de su boca. Me vino a la mente la cantidad enorme de peluches que ella tenía apilados sobre su cama de cobija verde, en su casa del primer piso de San Gerónimo y Echeverría, a donde se accedía por una escalera caracol y donde una vez la hermana de Gladys me sorprendió una tarde de carnaval vaciándome un balde de agua en la cabeza. Gladys me defendió porque gustaba de mí, y yo lo sabía. Éramos novios no declarados. Ella también sabía, yo gusté de ella desde que la conocí.
Por eso se me desgarró el corazón cuando la madre me dio la noticia, se iban a mudar del barrio, a un barrio vecino, el alquiler más barato y esas cosas que atienden los grandes. Pero para un niño de diez años la distancia hasta un barrio vecino queda exactamente del otro lado del mundo, donde no llegan ni los colectivos ni las bicicross. Desde ese momento un recuerdo herido me suele acechar desde algún rincón, y eso que llegué a ser auditor de farmacia. Porque algo me duele todavía cuando me acuerdo del domingo siguiente, cuando me sorprendieron los camiones de la mudanza abarrotados de muebles, estacionados en la vereda de Gladys. Lo recuerdo perfecto, como si fuera ayer que caminando de la mano de mi vieja, me jalaban para adelante mientras el alma se me moría en los camiones. No pude hablar, reclamar, empacarme como una mula en el baldosón de la esquina. No pude decirle mamá esperá, esperá que quiero ver a Gladys, mi novia por última vez, porque tengo novia yo. No. No pude. Me llevaron a los empujones porque claro que hice fuerza, pero una fuerza liviana de niño. Me hicieron doblar la esquina, mientras escondía las lágrimas de despedida sin poder despedirme, decirle adiós a Gladys, decirle adiós por última vez y para siempre. Y eso que llegué a ser auditor de farmacia.


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