lunes, 6 de enero de 2014

Libro delator


Se había encontrado con un amigo, en aquella misma mesa de café que hacía tanto tiempo no frecuentaba. Intentó disimular el gesto que en su cara descubría una cita a regañadientes y obligada, a costa de descuidar por algunas horas negocios prósperos y finanzas urgentes. Pero inesperadamente cumplió su promesa y ahí estaba sentado, sintiéndose extraño y hundido en su costoso traje yves saint laurent. Dándose cuenta de la sutil hiel de desprecio que corría en su garganta, recordó que ya no estaba acostumbrado a los cortados baratos y manteles término medio de los mediocres bares porteños. A mitad de conversación, mientras las palabras transmutaban en trivialidad y bostezos, le sorprendió el regalo de su amigo y sin mayores ceremonias se encontró con el libro ya depositado en sus manos.
Quizás las palabras sonaron demasiado persuasivas pero no se dio cuenta. Su amigo le pintó el liso y breve paisaje literario de metrópoli de edificios altos, de oculto cielo azul e intrincadas redes de alcantarillas y rincones del Abasto. Tampoco se dio cuenta de la poderosa imagen de intrigas y venganzas que le germinó casi de inmediato, creciendo a la par de la introducción que su amigo ensayaba sobre el oscuro personaje, un joven y prometedor hombre de negocios de negra conciencia, moviéndose en una ciudad salvaje y bursátil.
Apenas prestó atención a las palabras que luego siguieron por otros cauces, no había podido salir de la ficción novelesca desatada en su cabeza. Casi no escuchó el relato sobre la separación traumática, el divorcio inevitable, los chicos, la nueva pareja. Hasta dijo que sí, inesperadamente sin soliviantar ninguno de los músculos de su cara, cuando su amigo le pidió que pagara la cuenta.
Llegó el momento de despedirse y lo hizo dando media espalda. En la vereda y a mitad de camino, mientras desandaba hasta donde había estacionado el auto, no pudo evitar que el libro se le cruzara en la cara, oliendo todavía a nuevo. Le ganó el grito que salió desde el párrafo donde dejó caer los ojos, casi pudo escuchar al personaje pidiendo auxilio en la soledad del callejón, mientras dos voluminosos cuerpos lo subían a su propio auto.
Cerró el libro permitiéndose un impasse y quiso avanzar las siguientes cuadras que corrían a los pies de altos edificios. Su voluntad se deshizo luego de atravesar el costado del callejón, y una férrea indicación del destino no le permitió darse cuenta de que había sido el único capaz de escuchar el grito. Casi con indiferencia giró la mirada y detrás de los botes llenos de basura pudo ver cuerpos forcejeando, dos voluminosos estaban encerrando a uno más pequeño que luchaba en vano. Sin que nadie lo obligara, retrocedió sobre sus pasos hasta la mesa del café donde hacía un momento había estado sentado. Luego de hacer la seña pidiendo un nuevo cortado, compulsivamente salteó una decena de páginas para hundirse en el párrafo final. No le importó no enterarse de los motivos, ni de los cruentos métodos que los secuestradores habían usado, solo se resignó a esperar el desenlace decisivo y demasiado cercano. Los tres últimos renglones sin pretensiones de estilo daban cuenta de dos voluminosos cuerpos portando agrios semblante, el paso firme sobre la salida del callejón y la sola intención de dejar limpio el trabajo. Uno se quedó inesperadamente de pie en la vereda oficiando de campana, el otro ingresó en el café y sin perder tiempo dejó caer una pesada mano sobre el libro abierto. Luego, una amenazante pregunta sacudió al hombre sentado, "¿todavía estás leyendo?".

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jueves, 2 de enero de 2014

Hoy será distinto


Hoy te voy a sorprender.
Todavía no llegué a casa y ya lo tengo decidido,
hoy será distinto, ya verás,
te voy a sorprender.
No me haré anunciar por un corro de mariachis,
ni pretenderé deslumbrarte
con un ramo de flores,
tampoco un pasacalles de muchos corazones.
No, hoy será distinto.
Hoy de verdad, te voy a sorprender.


Mientras esquivo la gente
que inunda las calles, ya puedo ver tus ojos.
Están abiertos, turbados, sorprendidos. ¡Ya lo vés!
Te lo había prometido.


Hoy seré,
seré el que casi nunca he sido.
Nuestros hijos se fueron hace mucho,
ya construyeron su propio nido.
Tanto tiempo pasó, hoy me he dado cuenta.
Pero hoy será distinto, ¡ya verás!
No seré nunca más el cobarde que casi siempre he sido.
Permíteme decirlo nuevamente:
"Hoy será distinto, créeme,
hoy te voy a sorprender".
No me mires así, no llores,
te lo había prometido.


Sé que hace mucho no te tomo de la mano.
Sé que hace mucho no te miro de esta manera.
Sé que he sido un cobarde, quizá un distraído.
Pero hoy es distinto.
Hoy ya fue distinto, ¿no es verdad?
Y discúlpame,
se me hizo un nudo en la garganta
cuando te lo he dicho.
Pero no llores, ¡ya lo ves!
hoy fue distinto.


Déjame reservarme la conquista,
el orgullo escondido,
de ser tan patético,
hoy inesperadamente valiente,
porque después de tanto tiempo,
te lo he dicho:
"te amo", "te necesito".


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La joven Valente


Nunca la había abrazado, y no solo por falta de oportunidades, hace apenas dos años que ella se mudó aquí. Simplemente evitábamos el acercamiento de manera deliberada, tildándolo con un acuerdo tácito entre desmedido e innecesario, y no alcanzó ni siquiera la feliz excusa del nacimiento de su primera sobrina para romper aquel pacto sin palabras. Siempre preferimos un trato distante. Cuando no podíamos esquivar los saludos obligatorios de navidad y año nuevo, optábamos por un beso respetuoso en la mejilla, un caluroso apretón de manos. Yo estoy de acuerdo con eso, es bueno para evitar malos entendidos. Nunca me gustó alentar los sentimientos con quien a uno le termina pagando el sueldo. Pero las primeras horas de esta anoche fueron propicias para que entre mis brazos —sí, increíblemente entre mis brazos— terminara sosteniendo el tembloroso cuerpo de la joven Valente.
Todavía tengo tanto acontecimiento alborotado y fresco en la cabeza, que no recuerdo bien qué estaba haciendo en recepción. Pero la puerta principal se había abierto y apareció ella llorando. Me vio y sin ningún tipo de miramientos corrió a mis brazos. Juro que traté de concentrarme en la situación, tener una joven mujer llorando entre los brazos vaya si es una situación seria, y procuré consolarla, sosegar su respiración que temblaba al ritmo de sus lágrimas. Pero fue inútil, no pude abstraerme de esa sensación juvenil y fresca que subía por mis manos, estaba rozando su piel tan blanca. Las convulsiones agitaban su cuerpo liviano entre mis brazos, imprimiendo en mis manos el relieve de su columna arqueada. La pude sentir transparente dentro de su blusa. Me pregunté por qué la situación la había arrastrado hasta ese extremo, de verse empujada contra mis brazos.
Yo sabía, o más bien, sospechaba. Entre el denuedo de lustrar pisos y dejar los vidrios impecables, mi trabajo también se teje a base de noticias presuntas y, por supuesto, de sospechas (suelen decir que somos chismosos, y en algunos casos lo admito). Hacía dos meses que la madre y el hermano la habían visitado, casi nunca lo hacen. Le cayeron de sorpresa. Desde planta baja escuché en el primer piso el llanto de la joven, en el departamento que su padre le regaló en Belgrano. Es un hermoso dúplex, no muy grande, pero con espacio suficiente para acomodar la vida de una muchacha, sus reuniones con amigos y el diseño de sus vestidos a base de moldes en papel madera. Siempre miré con curiosidad el piano vertical que descansa contra una pared, también regalo de su padre. El piano donde Valente tocaba —y digo "tocaba", porque desde que la viene a buscar un hombre no volvió a hacerlo— algunas partituras que adivino fáciles y simples. Desde mi habitación de planta baja la podía escuchar claramente, por largas horas imaginando sus manos, delicadas y blancas, presionando sobre las teclas.
Varias veces entré a su departamento esquivando las piruetas de Foxie, la pequinés, fiel compañía de Valente. Son muchas las oportunidades en que ella me solicita ayuda, cuando son demasiados sus moldes de diseño y sus delgados brazos no le dan abasto. Siempre retribuyó mi colaboración, y en el momento en que recibo la propina algo nos sucede cuando nos rozamos las manos. Quizá peque de ser cursi, pero igual lo voy a reconocer, es una sutil electricidad que nos obliga a bajar la mirada con una breve sonrisa dibujada.

Soy hombre de apostar firme a mis sospechas, y en este caso las creo bien fundadas. Hace aproximadamente un mes, casualmente después de la sorpresiva visita de su madre y hermano, con insistencia viene un hombre a ver a Valente. Yo lo conozco, es el dueño de una financiara de la zona, sobre avenida Cabildo. Desde un primer momento me llamó poderosamente la atención que tocara timbre en el primer piso, donde ningún hombre había entrado, solo amigos de Valente, o el novio de alguna de sus tantas amigas. Debe ser un hombre a punto de cargar cinco décadas sobre los hombros, lo digo casi con humor —sé que no debo ser así, pero bueno...— porque tiene la espalda bastante encorvada por años muy mal llevados, fácilmente podría pasar por ser el joven abuelo. En ocasiones, después de algunos minutos, salen juntos. Luego el financista la guía hasta su auto, un Audi A3, y después de la gentileza de abrirle la puerta, doblan en la primera esquina. Aproximadamente a las tres horas la joven Valente regresa caminando, y en el caso de que nos crucemos por casualidad en recepción, le es imposible disimular la vergüenza dibujada en su cara.
No pretendo ser mal pensado, menos con Valente, quizás porque al hacerlo, muy en el fondo me duela. Imaginar que su cuerpo blanco, sin mácula, apenas con tintes de delicados lunares, sirva para expiar deudas de una familia que adivino en bancarrota, me resulta insoportable. Me vasta con verla en la pileta, dentro de su modesto bikini, para darme cuenta de que su cuerpo no conoce las manos de ningún hombre, al menos no demasiado (¿O seré yo, que así quiero creerlo?).
Mi trabajo me permite, creo que "controlar" sería un término inadecuado, pero sí ser un espectador lujoso de la vida de los vecinos. Siete pisos es un espacio escaso para llenar en este edificio pequeño. Sé que las personas son auténticas todo el día, al menos quiero creerlo, pero sé también que existe la dualidad, lo he visto suficiente cantidad de veces. Por un lado está el comportamiento predecible, el que todos interpretamos a la luz del día y a la vista de lo demás. Las obligaciones, el trabajo, la familia, todo como si fuera una gran lupa que nos fiscaliza. Pero también existe la otra mitad, el mr. Hyde de cada quién, a quien le solemos desatar la correa cuando llega la noche. Ya he visto muchas borracheras y prostitutas acompañando por igual a quien de día bien podría pasar por monje tibetano.
En lo que refiere a la joven Valente, nunca fue ese su caso. No soy moralista ni pretendo serlo, no me importa, pero no le he descubierto ni una sola línea tortuosa donde cualquier santurrón pudiera apuntar un dedo admonitorio. Y si bien los tiempos cambiaron, para mí es otra prueba contundente, sus andanzas con el financista no son consentidas.

Eso mismo comprobé esta anoche, cuando me tiró encima el levísimo peso de su cuerpo. Tantas otras cosas tuve tiempo de comprobar cuando hace un momento salió de mi cama, su inexperiencia, su manera casi torpe de pedirme auxilio. Cerrando los ojos recuerdo sus manos secándose las lágrimas, luego guiándome en silencio hacia la oscuridad de la galería donde le devolví los besos, las ganas postergadas que los dos tuvimos siempre, al menos de mi parte debo reconocerlo. Confieso que su desesperación arrancándome los botones me hizo dudar, por un momento creí que su deseo era completo, que su manera de dejarse apretar contra mi cuerpo era una auténtica entrega.
Pero supe que se iba a olvidar, o no sabría como despedirse y pronto la vi de espaldas. Con lentitud se iba ocultando la blancura de su cintura, cubriéndose con la blusa que yo mismo le había quitado. Inmediatamente abrió la puerta y salió de mi habitación sin pronunciar palabra.
Ahora, mientras en el primer piso vuelve a sonar el piano, no puedo dejar de pensar en la joven Valente. Pensaré en ella todavía mucho más. Peor aún y para mi desgracia, estaré esperando que ella repita la ceremonia, de abrir la puerta y regresar con la misma vergüenza, sin poder evitar arrojarse sobre mí con pretensión que bien pudiera pesarme. Ya lo siento en mi agitación, en la jugada de enroque, el trueque encerrado en mi cuerpo. Entonces la joven Valente regresará al primero piso, para hacer sonar el piano mientras yo me quedo despierto, escuchando.

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