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jueves, 7 de agosto de 2014

Mostruo y truco


especial para la
 pequenina de Río Turbio.


La noche se cuajaba absoluta en el cielo del viernes. Y la luna llena parece conocer el secreto, que llegaba a veces impetuoso, a veces lento, montado en el susurro del viento norteño. Sobre la mesa reposan cuatro vasos, tres rebosantes de espuma y transpirados de cerveza. Uno sigue vacío, igual que una silla. El maso de cartas solamente espera.
Hace dos horas que están esperando a Matías y no pueden localizarlo. No atiende el celular, Ezequiel, el pelirrojo, lo había intentado innumerable cantidad de veces.
Muchachos, parece que Matías ya no viene. declaró Rolo, el dueño de casa.
¿No habrá desaparecido también? bromeó Ezequiel.
Se lo devoró el Monstruo. sumó Tito.
No jodan con eso, la gente dice que "algo" anda suelto en el barrio. entonó más serio Rolo.
Explicó que las noches en el barrio se volvieron peligrosas. Después de escucharse un fuerte aullido acaecía la desaparición de un vecino, un transeúnte, o alguna mascota.
Y para colmo hoy es viernes de luna llena, concluyó aterrado Tito parece que hoy no vamos a tener truco.
Después de una hora la noche se volvió soporífera. Afuera no se escucha ni un grillo, solo el abrasivo viento del norte meciendo los árboles. Ezequiel seguía golpeteando los dedos sobre la mesa y Tito, siempre tan lúdico, juegaba al solitario. De repente suena el timbre.
Debe ser Matías, ¡viste! no lo quieren ni los monstruos.
Rolo se levanta. Está por destrabar el pestillo cuando lo aturde el vaho nauseabundo que atraviesa la puerta. Se asoma por la mirilla y distingue un enorme bulto oscuro. Matías era corpulento y morocho, entonces concluyó que era él. Abrió y un sórdido vapor lo obnubila. Para su sorpresa, de porte campechano y de espaldas al viento, bajo el pórtico está parado el Monstruo.
La cabeza de Rolo se inundó de nones. La criatura, bajo el pelaje grasiento, ensayaba ademanes educados. Incluso lleva sujeta una botella, casi invisible bajo su enorme mano pilosa. A Rolo le pareció que venía a jugar al truco. Pero le descubrió el lado feroz cuando adivinó, colgando de sus fauces, el jirón de la camisa cuadriculada de Matías. La reconoció de inmediato, su amigo siempre usaba la misma.
¡¿Qué es ese olor?! inquirió desde adentro Tito, tapándose la nariz.
Es el monstruo. anunció, incrédulo aún, Rolo.
Bueno, decile que pase, así empezamos de una buena vez, che.
Adelante.
El voluminoso ser agachó la cabeza para franquear la puerta, dejando tras sus pasos enormes huellas de cieno mezclado con briznas de pasto.
Muchachos, el monstruo viene a jugar un truquito, y trae una cerveza.
Ezequiel y Tito contemplaban la dantesca escena con la mandíbula abierta.
Pensamos que el monstruo era Matías, recriminaron así le decimos, "monstruo".
Nadie abrió la boca por algunos segundos. Pronto se percataron del guiñapo prendido a las fauces y comprendieron que se había devorado a su amigo. El monstruo seguía esperando al lado de Rolo.
Bueno, dale, dale, que se siente, el vicio fue más fuerte la noche pasa volando.
Tome asiento sr. Monstruo. invitó Rolo.
La peluda criatura se arrellanó en la silla, y el hediondísimo olor que despidió al abrir las piernas despeinó en una ráfaga a los tres amigos que lo examinaban detenidamente, ahora con los ojos colorados. La silla desapareció bajo sus caderas como si de un asiento de bicicleta se tratase.
Ya vengo. exclamó Rolo.
Al rato llegó con un desodorante de ambiente que vaporizó sobre el monstruo cubriéndolo con una fina nube.
Ahí está mejor, se ufanó me encanta la lavanda.
El Monstruo gruñó, también satisfecho.
Decidieron que Tito haría pareja con el engendro, después de todo siempre hacía pareja con Matías, ahora en el vientre de la criatura. Rolo y Ezequiel conformarían la otra.
Tito repartió los naipes y el Monstruo, entorpecido por sus enormes garras, necesitó ayuda para levantarlos. Todos vieron como cruzaba los pequeños ojos para examinar su suerte. Gruñó, enfadado. Pero no supieron si era verdad o mentira. Después de todo el truco se juega a base de engaños.
Lo pudieron mirar más detenidamente y descubrieron los detalles de su horrenda apariencia. Su averno rostro era sumamente escarpado, lleno de gruesos y oscuros pliegues repujados, solamente infernal era carente de toda expresividad. Una aglutinada viscosidad se adhería a sus ojos y si tenía orejas estaban ocultas por el emplasto de sus pelos. El largo hocico terminaba en una húmeda voluta negra.
Con una seña Tito le preguntó si tenía para cantar envido. El monstruo negó oscilando una enorme garra.
¡Envido! apuró Rolo.
El monstruo asintió, astuto.
¡Quiero! respondió Tito.
26.
El monstruo por lo bajo le mostró su puntaje al compañero.
31 son mejores.
El monstruo gruñía, festejando su astucia. Golpeó sobre la mesa con el puño hecho un yunque y casi la da vuelta, los tres amigos la sujetaron a tiempo.
Estaban en lo mejor de la velada. Hasta comenzaron a tomarle cariño al ser tartárico. Cuando Tito vio que aventajaban con holgura a sus oponentes, bromeó diciendo que el Monstruo supo digerir muy bien el ADN de Matías en poco tiempo, porque mentía igual que su ex amigo. Pero a las cuatro de la mañana los sorprendió el sonido del timbre, nuevamente.
No creo que sea otro monstruo. rió Tito.
Rolo se levantó protestando en voz alta sobre quién molestaría a esa hora. A través de la mirilla volvió a encontrar un enorme bulto oscuro. "No te puedo creer, otro monstruo", se dijo. Del otro lado alguien desgañitaba imperiosamente para que le abrieran. Decía ser Matías, pero Rolo no lo pudo reconocer. Estaba con el dorso desnudo, acusando largos rasguños y absolutamente despeinado. Tenía el pantalón rasgado y se paraba descalzo.
Che, muchachos, hay un tipo que dice ser Matías. Tengo miedo que sea peligroso.
Todos se miraron. El monstruo se hizo el desentendido, mirando el techo.
A ver... llamalo al celular, si suena atrás de la puerta seguro que es él.
Ezequiel marcó y una vibración estremeció el vientre del monstruo, una lucecita fogoneó, radiográfica.
Finalmente Rolo abrió y con el fuerte viento entró Matías. Todos lo miraron absortos, daba lástima el pobre.
Pero, pero... nosotros pensamos que... te había... comido... el...
Grrrrrrrr. el monstruo lo reconoció. La presa se le había escabullido por poco.
De un manotazo, el monstruo lanzó la mesa por el aire y estirando a lo alto las fauces emitió un aullido ensordecedor.
Alguien va a desaparecer. susurró Tito.
Matías, al reencontrarse con la criatura, no tardó en desaparecer por la puerta. El monstruo, sobre sus cuatro patas, se lanzó a perseguirlo en una formidable carrera.
La puerta había quedado abierta y el viento caldeado del norte invadía la casa. Los amigos se miraron. Hoy no era noche para jugar al truco.

sábado, 7 de junio de 2014

La felicidad

Fue de pronto. Ocurrió como todas las cosas bellas, sin aviso. El hecho simple de un viaje en colectivo, el trayecto al trabajo, y ver por la ventanilla caer lentamente otra hoja seca víctima del otoño. Entonces eso inexplicable, eso que te cae como una caricia, que nunca pregunta, que no le interesa pedir permiso ni motivos. Uno se siente feliz y punto, se acabó, no hay lugar para explicaciones. Ya no estaba en ese lugar, no había más colectivo, ni la necesidad del equilibrio, tan apretado entre dos pasajeros. Estaba en otro lado, lejos y hace cuatro años. El recuerdo. Una canchita de fútbol a la vuelta de casa. Hacía tanto frío esa noche, me costó sacarme el pantalón largo y quedarme en shorcito. Le había dicho que sí a los muchachos, a las cansadas, porque los muchachos son así, insistentes, hasta que uno no les da el gusto, no paran. Haber terminado el partido con la suave amargura de la derrota (me acuerdo de un cuento del Negro), un pelotazo todavía me dolía en una pierna. Tanto frío. ¿Qué hacía yo ahí? Podría haber estado en casa, leyendo un cuento de Cortázar, una taza de café en la mesa, algunas rhodesias que había comprado esa tarde, a la vuelta del trabajo. ¡Y la voy a descubrir de esa manera! Juró que me olvidé del frío, del pelotazo, de mi tonta nostalgia, de mi pequeño orgullo derrotado y herido. Verla ahí, sentada, charlando entrecortadamente, al borde de una hilera de muchachas, me hizo olvidar de todo.
Cada día estoy más convencido, las mujeres son hermosas. Perdonen los caballeros, si alguno me está escuchando, no quiero ser cursi, al menos no es mi intención. No hablo de belleza física, hablo de género. Hablo de ella, de ese misterioso motivo que me hizo encontrarla más hermosa que a las demás, aunque no me miento, sé que no lo era. Pero tenía algo, ese algo especial, eso que no se explica con palabras, algo en la mirada, en las maneras, en el vuelo de su pelo. ¿De dónde saqué coraje, yo que soy tan corto? Le dije a los muchachos ya vengo. Inflé el pecho, en ese momento me creí Rambo, inusual en mí. Caminé decidido, directo hacia ella, le dije buenas noches. Descubrirle la sonnrisa, qué buen primer síntoma. Yo estaba recién bañado, tenía el pelo mojado y olor a desodorante, no estaba para langa pero creo que algo garpaba. Me dijo que sí, que acepaba, me hubiera gustado verme la cara. No me acuerdo bien, le dije algo del frío, de un café caliente, esas cosas que salen espontáneas cuando uno toma repentino coraje, cuando me dí cuenta ya la tenía enfrente, sentada, momento de pura magia. Descubrí lo linda que puede ser una insípida mesa en el buffet del club, ella lo había cambiado todo. También estaban algunas de sus amigas.
Los minutos pasaron volando hablando de la vida. La de ella, de la mía. Pero yo quería algo juntos.
—Este es el momento donde te pido tu número.
Se rió. Yo seguí:
—Vos mandame un mensajito, me decís que te equivocaste, que yo no era el destinatario. Quién sabe. Por ahí se me ocurre invitarte a salir. Las casualidades hacen muy bien las cosas.
Se rió, otra vez, la muy pícara.
A la semana me llegó un mensaje de texto. Era ella.  :)
Ya llevamos cuatro años.
Pucha, haber descubierto la felicidad esa noche fría.


sábado, 17 de mayo de 2014

Último pasajero

Si lo hubiera podido decir en voz alta, el placer de darle vueltas de página a aquella conversación, fasciculado y archivando al mismo tiempo un debate suave consigo mismo, con su propio pensamiento, porque uno puede discrepar y en otras ocaciones, en cambio, descubrir que está de acuerdo con lo que uno mismo dice o piensa, sobre todo a esa hora en que las calles se van despoblando, y al mismo tiempo las veredas se quedan sin peatones.
Y también era extraño sentir los ojos un poco huérfanos de tanto tráfico y los oídos de tanto bocinazo, y de esa manera ir barriendo con la vista lo que queda de avenida hasta llegar al jardín zoológico. Pensó que, en realidad, no venía nada mal la mala racha de varios días de tormenta, el sábado por la noche se había trasformado en algo pasado por agua, pero inusualmente tranquilo y relajado. En la radio estaba sonando un buen tema, más bien rítmico, con bastante metal y eléctrico, y recordó que de más joven, cuando recién comenzaba con este oficio de manejar pesados colectivos llenos de pasaje, de vez en cuando le gustaba jugar al baterista frustrado, sobre todo en los momentos de soledad como éste, cuando la unidad quedaba casi vacía y se escuchaba en el techo el golpeteo de la lluvia; por lo general le venía el antojo minutos antes de llegar a cualquiera de las dos terminales, era simplemente golpear con los dedos sobre el volante, pero, obvio, eso casi nunca, porque uno ya es grande y la compostura, qué va a pensar aquella única pasajera, esa señorita tan seria (tan linda) que viaja sentada en el segundo asiento de los dobles, del lado del pasillo, con las piernas cruzadas y la minifalda que le deja ver una buena porción blanca de piernas. Y ella lo sigue mirando, aunque por el gesto que él le descubrió en el espejo retrovisor, seguramente debe querer disuadirlo, porque parece obvio que adivinó su intención de rockanrolero frustrado, además debe pretender que baje el volumen de la música porque seguro la está aturdiendo.

Pensó que si el trabajo fuera todos los días esto, esto que es ahora condimentado con lluvia en el techo y el colectivo casi vacío, y resaltó el «casi vacío», por la obvia y sencilla razón de aquella fortuita y grata compañía, con eso se conformaba, con verla sentada, admirarla de reojo, su minifalda y sus piernas no tan largas pero blancas, le gustaban las piernas blancas; ahora ella miraba distraída por la ventanilla peinándose el pelo con los dedos, y bien que así valdría la pena salir todas las noches y montar el colectivo, muchas veces dejando de sufrir el insomnio por tanto café pesado y negro que don Manolo le sirve en el bar, donde también lo esperan los muchachos, tan acostumbrados a la charla insulsa que, de paso, le sirve para despabilarse un poco, allí donde descansaba unos minutos y adonde ahora mismo se dirige, a la terminal de colectivos; y las cosas le ocurrían sin que él se diera demasiada cuenta, hasta un pensamiento que se le podría haber enquistado, un poco obstinado, que le hizo decirse que a lo mejor todo sería distinto, pero mejor, que dejaría de ser rutina para convertirse en un ahora, un presente corpóreo y absolutamente material, con moléculas y átomos bien sostenidos en una forma precisa, tal vez dos piernas, tal vez blancas, sin que nada terminara por despegarse o desaparecer debajo de una minifalda.

Y un poco lo lamentó, porque ya no tuvo tantas ganas de discutirse, de decirse que en este presente faltaba Lili a esta hora durmiendo plácidamente en su cama, pero que a las siete de la mañana la encontraría al pie de la puerta, esperándolo con el café caliente en la mesa (más rico que el de don Manolo) y algunas medialunas recién compradas. Nunca se había quejado de su vida, mucho menos de Lili, y la realidad era que no tenía motivos para hacerlo, sólo había que soportar por un tiempo más el desfazaje de los horarios cruzados, él trabajaba toda la noche, Lili al revés; pero Lili era tan fiel, lo que se dice una mujer de auténtico fiar, tan trabajadora y soñadora, alguien difícil de encontrar, ella seguía esperando el vestido blanco, algún día ver el arroz también blanco volar por encima de los novios y padrinos a la salida del civil.

Aunque pareciera ser que algunas cosas eran más fáciles si se las veía, se las palpaba y olía, y no costaba nada, era tan simple y sencillo como dejarse llevar por un latigazo suave hecho de música, música aquí y ahora, con el volumen de la radio que ya lo está bajando, porque al parecer la señorita (tan linda) se dio cuenta y con una sonrisa un poco velada en la semioscuridad parece estar agradeciéndolo aunque siga mirando hacia afuera; se dijo algo, o le dijeron algo, quizá era su pensamiento con el que había dejado de polemizar, que le insistía que sería bueno (muy bueno) que todas las noches de trabajo fueran así, fueran esto, fueran música suave, al parecer ahora un lento de los 80 cascabeleando en sus oídos, fueran gotas de lluvia en el techo del colectivo, sin dejar de lado el par de («sí, te lo voy a decir, y si no te gusta...»), fueran piernas blancas, fueran minifalda («ya te lo dije, a vos, que no lo querías escuchar»); pero detrás de esa voz disimulada, escondiéndose todo lo posible debajo de una realidad que quisiera solaparse indefinidamente, terminaba apareciendo eso que venía subiendo, lento y amargo desde el paladar, algo como un resabio de culpa, porque significaba olvidarse de lo otro, de aquello que por un momento se quedó sin nombre y sin cuerpo, porque ahora estaba ausente, lo invisible que sobre el colectivo también se llamaba Lili, de silueta cada vez más evanescente como sus hilos allá en la casa, Lili y su máquina de coser que él no podía oír, sonando hasta muy entrada la noche hasta que todo quedara en silencio y con las luces apagadas; entonces lo comprendió, por eso tragó un poco de saliva mientras giraba hacia avenida L. M. Campos con los ojos cada vez más rojos y sabía muy bien cuál era el motivo, y quiso replicarse, discutirle a su pensamiento, diciéndole, diciéndose que Lili también sabía ser un beso, bien real y tibio, que era ella quien lo despedía todas la mañanas y le deseaba buenas noches (una manera de expresarse, porque él dormía de día) y además le decía «que descanses, mi cariño» con una caricia de sus manos siempre tibias, «a las seis en punto te despierto», y de vuelta «que descanses, mi cariño»; pero ahora no es más Lili ni lo que quedaba de ella, ahora es un aroma y una fragancia, tan real, tan presente y exquisita que un poco le atonta los sentidos, y el pensamiento se le adormece en ese perfume que sabe a flores y a alcoba, a besos de frutilla flotando alrededor suyo recién descubierto, porque frenó el colectivo en la esquina de Gasquet y el viento no se lo llevó con tanta vehemencia por la ventanilla abierta, y supo muy bien de dónde venía, porque ahora hasta la noche dejó de existir, como también había desaparecido Lili durmiendo en la cama, ahora sólo es esa sonrisa de labios de un rouge vivo que descubrió pintados en el espejo retrovisor, y también el par de piernas blancas, un poco más inquietas y como llamando la atención; entonces ahora qué importaban el tráfico y las bocinas, los cambios de horarios con sus desfazajes, tenía la mente en blanco y como enceguecida, hasta no importaban tanto los insultos de los taxistas y otros colectiveros que le gritaban que arrancara de una buena vez, le pareció que hubiera sido hace siglos que lograban tirarlo en el estrés y en los brotes de nervios.

lunes, 6 de enero de 2014

Libro delator


Se había encontrado con un amigo, en aquella misma mesa de café que hacía tanto tiempo no frecuentaba. Intentó disimular el gesto que en su cara descubría una cita a regañadientes y obligada, a costa de descuidar por algunas horas negocios prósperos y finanzas urgentes. Pero inesperadamente cumplió su promesa y ahí estaba sentado, sintiéndose extraño y hundido en su costoso traje yves saint laurent. Dándose cuenta de la sutil hiel de desprecio que corría en su garganta, recordó que ya no estaba acostumbrado a los cortados baratos y manteles término medio de los mediocres bares porteños. A mitad de conversación, mientras las palabras transmutaban en trivialidad y bostezos, le sorprendió el regalo de su amigo y sin mayores ceremonias se encontró con el libro ya depositado en sus manos.
Quizás las palabras sonaron demasiado persuasivas pero no se dio cuenta. Su amigo le pintó el liso y breve paisaje literario de metrópoli de edificios altos, de oculto cielo azul e intrincadas redes de alcantarillas y rincones del Abasto. Tampoco se dio cuenta de la poderosa imagen de intrigas y venganzas que le germinó casi de inmediato, creciendo a la par de la introducción que su amigo ensayaba sobre el oscuro personaje, un joven y prometedor hombre de negocios de negra conciencia, moviéndose en una ciudad salvaje y bursátil.
Apenas prestó atención a las palabras que luego siguieron por otros cauces, no había podido salir de la ficción novelesca desatada en su cabeza. Casi no escuchó el relato sobre la separación traumática, el divorcio inevitable, los chicos, la nueva pareja. Hasta dijo que sí, inesperadamente sin soliviantar ninguno de los músculos de su cara, cuando su amigo le pidió que pagara la cuenta.
Llegó el momento de despedirse y lo hizo dando media espalda. En la vereda y a mitad de camino, mientras desandaba hasta donde había estacionado el auto, no pudo evitar que el libro se le cruzara en la cara, oliendo todavía a nuevo. Le ganó el grito que salió desde el párrafo donde dejó caer los ojos, casi pudo escuchar al personaje pidiendo auxilio en la soledad del callejón, mientras dos voluminosos cuerpos lo subían a su propio auto.
Cerró el libro permitiéndose un impasse y quiso avanzar las siguientes cuadras que corrían a los pies de altos edificios. Su voluntad se deshizo luego de atravesar el costado del callejón, y una férrea indicación del destino no le permitió darse cuenta de que había sido el único capaz de escuchar el grito. Casi con indiferencia giró la mirada y detrás de los botes llenos de basura pudo ver cuerpos forcejeando, dos voluminosos estaban encerrando a uno más pequeño que luchaba en vano. Sin que nadie lo obligara, retrocedió sobre sus pasos hasta la mesa del café donde hacía un momento había estado sentado. Luego de hacer la seña pidiendo un nuevo cortado, compulsivamente salteó una decena de páginas para hundirse en el párrafo final. No le importó no enterarse de los motivos, ni de los cruentos métodos que los secuestradores habían usado, solo se resignó a esperar el desenlace decisivo y demasiado cercano. Los tres últimos renglones sin pretensiones de estilo daban cuenta de dos voluminosos cuerpos portando agrios semblante, el paso firme sobre la salida del callejón y la sola intención de dejar limpio el trabajo. Uno se quedó inesperadamente de pie en la vereda oficiando de campana, el otro ingresó en el café y sin perder tiempo dejó caer una pesada mano sobre el libro abierto. Luego, una amenazante pregunta sacudió al hombre sentado, "¿todavía estás leyendo?".

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jueves, 2 de enero de 2014

La joven Valente


Nunca la había abrazado, y no solo por falta de oportunidades, hace apenas dos años que ella se mudó aquí. Simplemente evitábamos el acercamiento de manera deliberada, tildándolo con un acuerdo tácito entre desmedido e innecesario, y no alcanzó ni siquiera la feliz excusa del nacimiento de su primera sobrina para romper aquel pacto sin palabras. Siempre preferimos un trato distante. Cuando no podíamos esquivar los saludos obligatorios de navidad y año nuevo, optábamos por un beso respetuoso en la mejilla, un caluroso apretón de manos. Yo estoy de acuerdo con eso, es bueno para evitar malos entendidos. Nunca me gustó alentar los sentimientos con quien a uno le termina pagando el sueldo. Pero las primeras horas de esta anoche fueron propicias para que entre mis brazos —sí, increíblemente entre mis brazos— terminara sosteniendo el tembloroso cuerpo de la joven Valente.
Todavía tengo tanto acontecimiento alborotado y fresco en la cabeza, que no recuerdo bien qué estaba haciendo en recepción. Pero la puerta principal se había abierto y apareció ella llorando. Me vio y sin ningún tipo de miramientos corrió a mis brazos. Juro que traté de concentrarme en la situación, tener una joven mujer llorando entre los brazos vaya si es una situación seria, y procuré consolarla, sosegar su respiración que temblaba al ritmo de sus lágrimas. Pero fue inútil, no pude abstraerme de esa sensación juvenil y fresca que subía por mis manos, estaba rozando su piel tan blanca. Las convulsiones agitaban su cuerpo liviano entre mis brazos, imprimiendo en mis manos el relieve de su columna arqueada. La pude sentir transparente dentro de su blusa. Me pregunté por qué la situación la había arrastrado hasta ese extremo, de verse empujada contra mis brazos.
Yo sabía, o más bien, sospechaba. Entre el denuedo de lustrar pisos y dejar los vidrios impecables, mi trabajo también se teje a base de noticias presuntas y, por supuesto, de sospechas (suelen decir que somos chismosos, y en algunos casos lo admito). Hacía dos meses que la madre y el hermano la habían visitado, casi nunca lo hacen. Le cayeron de sorpresa. Desde planta baja escuché en el primer piso el llanto de la joven, en el departamento que su padre le regaló en Belgrano. Es un hermoso dúplex, no muy grande, pero con espacio suficiente para acomodar la vida de una muchacha, sus reuniones con amigos y el diseño de sus vestidos a base de moldes en papel madera. Siempre miré con curiosidad el piano vertical que descansa contra una pared, también regalo de su padre. El piano donde Valente tocaba —y digo "tocaba", porque desde que la viene a buscar un hombre no volvió a hacerlo— algunas partituras que adivino fáciles y simples. Desde mi habitación de planta baja la podía escuchar claramente, por largas horas imaginando sus manos, delicadas y blancas, presionando sobre las teclas.
Varias veces entré a su departamento esquivando las piruetas de Foxie, la pequinés, fiel compañía de Valente. Son muchas las oportunidades en que ella me solicita ayuda, cuando son demasiados sus moldes de diseño y sus delgados brazos no le dan abasto. Siempre retribuyó mi colaboración, y en el momento en que recibo la propina algo nos sucede cuando nos rozamos las manos. Quizá peque de ser cursi, pero igual lo voy a reconocer, es una sutil electricidad que nos obliga a bajar la mirada con una breve sonrisa dibujada.

Soy hombre de apostar firme a mis sospechas, y en este caso las creo bien fundadas. Hace aproximadamente un mes, casualmente después de la sorpresiva visita de su madre y hermano, con insistencia viene un hombre a ver a Valente. Yo lo conozco, es el dueño de una financiara de la zona, sobre avenida Cabildo. Desde un primer momento me llamó poderosamente la atención que tocara timbre en el primer piso, donde ningún hombre había entrado, solo amigos de Valente, o el novio de alguna de sus tantas amigas. Debe ser un hombre a punto de cargar cinco décadas sobre los hombros, lo digo casi con humor —sé que no debo ser así, pero bueno...— porque tiene la espalda bastante encorvada por años muy mal llevados, fácilmente podría pasar por ser el joven abuelo. En ocasiones, después de algunos minutos, salen juntos. Luego el financista la guía hasta su auto, un Audi A3, y después de la gentileza de abrirle la puerta, doblan en la primera esquina. Aproximadamente a las tres horas la joven Valente regresa caminando, y en el caso de que nos crucemos por casualidad en recepción, le es imposible disimular la vergüenza dibujada en su cara.
No pretendo ser mal pensado, menos con Valente, quizás porque al hacerlo, muy en el fondo me duela. Imaginar que su cuerpo blanco, sin mácula, apenas con tintes de delicados lunares, sirva para expiar deudas de una familia que adivino en bancarrota, me resulta insoportable. Me vasta con verla en la pileta, dentro de su modesto bikini, para darme cuenta de que su cuerpo no conoce las manos de ningún hombre, al menos no demasiado (¿O seré yo, que así quiero creerlo?).
Mi trabajo me permite, creo que "controlar" sería un término inadecuado, pero sí ser un espectador lujoso de la vida de los vecinos. Siete pisos es un espacio escaso para llenar en este edificio pequeño. Sé que las personas son auténticas todo el día, al menos quiero creerlo, pero sé también que existe la dualidad, lo he visto suficiente cantidad de veces. Por un lado está el comportamiento predecible, el que todos interpretamos a la luz del día y a la vista de lo demás. Las obligaciones, el trabajo, la familia, todo como si fuera una gran lupa que nos fiscaliza. Pero también existe la otra mitad, el mr. Hyde de cada quién, a quien le solemos desatar la correa cuando llega la noche. Ya he visto muchas borracheras y prostitutas acompañando por igual a quien de día bien podría pasar por monje tibetano.
En lo que refiere a la joven Valente, nunca fue ese su caso. No soy moralista ni pretendo serlo, no me importa, pero no le he descubierto ni una sola línea tortuosa donde cualquier santurrón pudiera apuntar un dedo admonitorio. Y si bien los tiempos cambiaron, para mí es otra prueba contundente, sus andanzas con el financista no son consentidas.

Eso mismo comprobé esta anoche, cuando me tiró encima el levísimo peso de su cuerpo. Tantas otras cosas tuve tiempo de comprobar cuando hace un momento salió de mi cama, su inexperiencia, su manera casi torpe de pedirme auxilio. Cerrando los ojos recuerdo sus manos secándose las lágrimas, luego guiándome en silencio hacia la oscuridad de la galería donde le devolví los besos, las ganas postergadas que los dos tuvimos siempre, al menos de mi parte debo reconocerlo. Confieso que su desesperación arrancándome los botones me hizo dudar, por un momento creí que su deseo era completo, que su manera de dejarse apretar contra mi cuerpo era una auténtica entrega.
Pero supe que se iba a olvidar, o no sabría como despedirse y pronto la vi de espaldas. Con lentitud se iba ocultando la blancura de su cintura, cubriéndose con la blusa que yo mismo le había quitado. Inmediatamente abrió la puerta y salió de mi habitación sin pronunciar palabra.
Ahora, mientras en el primer piso vuelve a sonar el piano, no puedo dejar de pensar en la joven Valente. Pensaré en ella todavía mucho más. Peor aún y para mi desgracia, estaré esperando que ella repita la ceremonia, de abrir la puerta y regresar con la misma vergüenza, sin poder evitar arrojarse sobre mí con pretensión que bien pudiera pesarme. Ya lo siento en mi agitación, en la jugada de enroque, el trueque encerrado en mi cuerpo. Entonces la joven Valente regresará al primero piso, para hacer sonar el piano mientras yo me quedo despierto, escuchando.

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lunes, 9 de diciembre de 2013

Gladys



No sé muy bien por qué decidí salir a la calle, quizás porque me llamó el clamor de un zorzal desde algún paraíso cercano, o tal vez me acuciaron las ganas de empujar un poco de libertad con los hombros, parecía todo tan desplegado y libre detrás de la ventana. Por eso salí. Aunque jamás imaginé que terminaría dando dos vueltas a la manzana, mucho menos ahora que pienso en aquel insólito motivo.
Había llegado a mi casa después de un larguísimo día de trabajo. Si mal no recuerdo todavía tenía tinta verde empapándome los dedos, demasiado sello, demasiadas recetas a lo largo del día. Los viernes siempre son complicados en el trabajo, pero aquella jornada terminé despachando la inconmensurable cifra de diez mil recetas (soy auditor de farmacia).
Fue algo extraño dejar el mate enfriándose sobre la mesa. Pero de alguna manera, ese día, la puerta de calle ya estaba abierta para mí desde muy temprano a la mañana, ya las cadenas estaban rotas, la suspensión de la tiranía del reloj, más tarde me di cuenta. Y mi esposa no me escuchó cuando salí a la claridad escasa de la tarde, solo el Blacky, que quiso venir conmigo hasta que lo reprendí y se fue a la cucha con el rabo entre las patas, perro miedoso, si nunca le pegamos en casa.
Agradecí la brisa que apenas me despeinaba y hacía susurrar los paraísos del verano. Encontré algunos vecinos apechugando de tanto sofoco, montados sobre sillitas de mimbre y refugiados en el fresco de la vereda. Creo haber saludado a don Cosme, de pantalón largo estaba el viejo con el calor que hacía.
Aunque nunca pensé demasiado en ella, de improvisto tuve la certeza de haberla visto, como si se hubiera escapado de algún sueño. Pero la perdí porque la niña doblaba la esquina, su falda blanca floreada de rojo la seguía como siempre la siguió, tan sumisa a su talle. Creí haber visto también su melena rozando el filo de la fachada y escondiéndola de mi vista. Cuando llegué a la esquina decidí doblar, seguirla por Echeverría, para dar vuelta a la manzana. Fue irremediable e increíble verla otra vez, su falda doblando nuevamente a la derecha. A pesar de encontrarme abstraído en la persecución, tuve la lúcida intuición de un minucioso juego de sincronización, ajustado entre esquina y esquina a la milésima de segundo, como si todo estuviera calculado para que cuando yo entrara en la calle por donde la había visto desaparecer, ella ya estuviera sumergiendo sus pies en la perpendicular inmediata. Se escondía de mí. Ese segundo episodio obviamente me hundió en la intriga, y hasta me obstiné en seguirla. Porque creí haber distinguido su mochila rosa, la misma que ella usaba a los diez años, cuando venía a mi casa para hacer los deberes del colegio. Eso fue hace mucho tiempo, yo ahora tengo 38 y soy auditor de farmacia.
Apresuré los pasos para alcanzar a la niña que se me adelantaba, siempre por una cuadra. Al llegar a la calle San Ramón ocurrió lo que tanto temí. La falda blanca nuevamente se perdía detrás de la vertical, doblando por La Cautiva. Una cuadra más y terminaría dando vuelta a la manzana. Me devoró la ansiedad por volver a ver su rostro salpicado con pecas, su mentón infantil por donde siempre resbalaba una gotita de mate cocido con leche. Volví a encontrar a don Cosme, todavía sentado en la sombra. El viejo se sorprendió, me había visto aparecer por la dirección contraria. Por encima de su cabeza la falda blanca me mostraba su último vuelo antes de perderse otra vez. El viejo me hizo una pregunta que no recuerdo, si me había olvidado algo en casa, una de esas preguntas que se hacen para salir del paso, no supe que responderle. Llegué por segunda vez hasta Echeverría y volvió a repetirse la aparición fugaz, luego la melena castaña esfumándose nuevamente. Por segunda vez lo sorprendí al viejo Cosme, otra vez apareciéndome de improvisto por el lado izquierdo. Me miró con más asombro, seguramente le impresionó mi rostro desencajado. Porque ahora que lo pienso, no hay manera de mantener la compostura cuando se persigue a una niña de la cual hace casi treinta años no se tiene noticias, y mucho más si la niña se burla de uno, jugando al juego del atrápame si puedes, si por ella fuera, dando vueltas eternas a la manzana. Gladys, Gladys estaba jugando conmigo. Otra explicación no se me ocurre.
Vi por última vez sus zapatillitas azules abandonando la calle San Gerónimo, otra vez desapareciendo por Echeverría. También me despedí de la curiosidad de don Cosme que ya me observaba con cara de preocupación. Era imposible alcanzar a la niña Gladys. El agua para el mate se había entibiado pero igual me animé a cebar el último. No sé desde cuando, creo que desde siempre, tengo la costumbre de tomar el primer mate de parado, me lo llevo a la ventana donde termino la infusión mirando la calle. Se me resbaló de la mano cuando vi a Gladys (la niña Gladys, porque ahora debe tener 36) desapareciendo por el segmento de vereda hacia la derecha, pasaría frente a don Cosme seguramente. Y don Cosme sí podría mirarla, como ya la había visto en dos ocasiones, porque aunque no la conoce, Gladys es tan linda que llamaría la atención de cualquiera. Qué lastima no haber podido verla, ni siquiera con los ojos de don Cosme, tan lindo es el vuelo de los cabellos de Gladys, acompañando el caminar pausado y grácil que tuvo siempre.
Mi esposa llegó desde el dormitorio, abandonando el bordado, me preguntó qué había ocurrido. Le dije la verdad pero a medias, después de todo los mates suelen resbalarse de las manos con más frecuencia de las que uno asiste, mucho más si las manos tienen dedos verdes fatigados de tanto sellar toda la tarde. Me aconsejó mirar un poco de televisión, distraerme con la transmisión del partido que river plate jugaba esa noche. Creo que le dije sí querida, como siempre que estoy pensando en otra cosa. Ella lo sabe muy bien y me lo reprocha, no por nada estamos casados hace quince años. Pero esa tarde estaba desmedidamente absorta en el bordado y las agujas. Me dijo que bueno, que era normal, y volvió a sus cosas.
Me quedé con la nariz pegada a la ventana, esperando ver pasar a Gladys. Pero no apareció. Ya se hacía de noche y sé que a Gladys no le gusta la oscuridad. Además, la oscuridad de ahora es distinta a las de hace treinta años, mucho más peligrosa para una niña. Antes casi siempre nos dejaban quedarnos un ratito más en la vereda, intercambiando figuritas o cortejando a alguna niña que asomaba los ojos por el balcón.
Como es de suponer me fui a dormir pensando mucho en Gladys, en su manera de escaparse de mí, privándome de colmar la necesidad de descubrir una nueva peca dibujada alrededor de la nariz, su pequeño mentón bailando en cada palabra de su boca. Me vino a la mente la cantidad enorme de peluches que ella tenía apilados sobre su cama de cobija verde, en su casa del primer piso de San Gerónimo y Echeverría, a donde se accedía por una escalera caracol y donde una vez la hermana de Gladys me sorprendió una tarde de carnaval vaciándome un balde de agua en la cabeza. Gladys me defendió porque gustaba de mí, y yo lo sabía. Éramos novios no declarados. Ella también sabía, yo gusté de ella desde que la conocí.
Por eso se me desgarró el corazón cuando la madre me dio la noticia, se iban a mudar del barrio, a un barrio vecino, el alquiler más barato y esas cosas que atienden los grandes. Pero para un niño de diez años la distancia hasta un barrio vecino queda exactamente del otro lado del mundo, donde no llegan ni los colectivos ni las bicicross. Desde ese momento un recuerdo herido me suele acechar desde algún rincón, y eso que llegué a ser auditor de farmacia. Porque algo me duele todavía cuando me acuerdo del domingo siguiente, cuando me sorprendieron los camiones de la mudanza abarrotados de muebles, estacionados en la vereda de Gladys. Lo recuerdo perfecto, como si fuera ayer que caminando de la mano de mi vieja, me jalaban para adelante mientras el alma se me moría en los camiones. No pude hablar, reclamar, empacarme como una mula en el baldosón de la esquina. No pude decirle mamá esperá, esperá que quiero ver a Gladys, mi novia por última vez, porque tengo novia yo. No. No pude. Me llevaron a los empujones porque claro que hice fuerza, pero una fuerza liviana de niño. Me hicieron doblar la esquina, mientras escondía las lágrimas de despedida sin poder despedirme, decirle adiós a Gladys, decirle adiós por última vez y para siempre. Y eso que llegué a ser auditor de farmacia.


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sábado, 9 de noviembre de 2013

Me lo dijo un amigo


 
 
Estación de Liniers, Buenos Aires, Argentina
 
 
Podría haber llegado a mi casa de no ser por esta brisa fresca que me castiga con malvada delicia, jugando en el arco de las pestañas. Haciendo que por una antigua herida que creí cicatrizada vuelva a sangrar la prontitud de  otras noches. Las imaginé  caídas en el olvido, lloradas lo suficiente como para haber sospechado con holgura que mis pasos ya no volverían hacia atrás, jamás. Pensé.
Y vuelvo a equivocarme, a toda conciencia. Pero mis pasos ya tomaron impulso una vez más, atravesando una plaza donde los niños deberían estar jugando en lugar de pedir monedas o un poco de comida, y las manos de un anciano soportando la intemperie se quedarán extendidas esperando una limosna que no recibirán en toda la noche, mientras sus ojos me ven pasar raudamente hacia la estación de trenes. Allí descontaré con lentitud las baldosas, porque la fila avanzará al ritmo de ojos cansados, de un hombre mirándome por el vidrio que refleja con cáscaras de ciruelas tanta desdicha en mi rostro. Me observa con extrañeza porque no encontró el rostro de quien vuelve, sino de quién va, reiniciando el ciclo porque ya estoy pidiéndolo de nuevo, volviendo al rito tormentoso de mis labios demandando el mismo boleto, siempre el mismo boleto, hasta esa misma estación donde sé que nadie me espera.
Seguramente en pleno viaje, cuando el tren haya abandonado el refugio del andén, y comience su encuentro con puntos encendidos de esporádicas ventanas, yo empezaré mi verdadero viaje, estudiando los perfiles dibujados en la ventanilla apagada contra la noche, daré inicio al examen de aquellos reflejos y sus facciones, y será un entrar en calor antes de transpirar el verdadero partido; entonces mediré la curva de la nariz de la mujer que le habla a la niña, también la onda del cabello de la estudiante que deja caer sus ojos sobre un libro demasiado grande para sus manos tan blancas y pequeñas; o cuando el tren se haya detenido en la primera estación y vaya incorporando nuevos rostros, yo sin comprender que este ejercicio es puro cálculo, me detendré a contemplar el rostro surcado de la anciana que sigue de pie y un poco adormilada, luchando para no soltar su bolsito por miedo a los punguistas, porque esa piel gastada es la visión de un tiempo que no me alojará como protagonista, los largos años resumidos en arrugas y pelo blanco que no habré acariciado ni besado, de un rostro todavía joven que no me espera en la estación a donde mi boleto en el bolsillo me está llevando.
Y la noche sobre estación Liniers que tantas veces acaricié sobre el lacio de su pelo, flotará en una espera desparramada detrás de una puerta de tren abriéndose, dejando entrar y salir tanta gente que no puede disimular la ausencia, tanta ausencia, mi ausencia, ausencia de ella. Y debajo de la cruz de la iglesia los labios me habrían dicho "te extrañé", le habría respondido "yo también" y habría valido la pena desandar el trayecto de la noche hacia sus sandalias humildes y marrones, pero ya no tengo la dicha, dicha de verla paciente en esa fracción de anden. Alguna vez estuvo ahí, esperándome con su cartera, bastándole a la felicidad un metro cuadrado de cemento, pero convertido en cielo, flotando con toda una sonrisa al final de los brazos apresurados, extendidos, enroscados en mi cuello. "Te extrañé", más bien "te extraño", y se lo digo a la cruz, que flota como yo, con los ojos solitarios en la cúspide de una iglesia.

domingo, 3 de noviembre de 2013

Mordedura de serpiente

Quizás si el humo de los cigarrillos hubiera sido más espeso, ellos no se habrían podido mirar de esa manera. La franca amenaza convertida en estocada rabiando de celos, llegando hasta el otro extremo de la mesa donde se agitan las respiraciones, tan propias de quienes se disputan el territorio sobre una mujer. De vez en cuando el rencor de los contendientes cae en un pozo de letargo, al crecer la cadencia hacia el pico más alto, a veces hasta llegar a conmover, de los compases de la orquesta sonando en el escenario. Las manos del cantor abrazando el mástil plateado en una especie de lasciva y pública exhibición bajo la luz de los reflectores, y la rejilla del micrófono sucumbiendo frente a tanta desdicha y melancolía. Y Leopoldo sentado en la silla parece estar de acuerdo, el tango es desdicha y es melancolía. Muchas veces es añorar lo perdido y la presión de un cuerpo contra otro, un voceo silencioso de yo te dirijo y vos seguime. Pero, para él, más que nada, el tango es mujer —y qué mujer, a juicio propio—, también ojos negros del otro lado de las sombras que bailan en la pista. Negros como el maquillaje que cubre los párpados, repetido todos los sábados de milonga sobre un rostro de porcelana de geisha, enmarcado en el azabache recogido por el impecable rodete, que sin embargo no coarta la libertad sensual del mechón que cae curvado sobre la frente. Para él es así y no hay manera de hacerlo entrar en razón. Siempre fue testarudo y rígido como la dureza de sus labios y el acero del facón que nunca se acostumbró a llevar en la cintura. Leopoldo vio que los ojos negros se movían, saliendo de las sombras donde están hundidas las sillas contra la pared opuesta y mal revocada; lo cautivó el mismo movimiento lleno de audacia que le descubriera aquella misma noche, unas cuantas horas atrás, cuando la vio por primera vez, pidiendo permiso para descender del tranvía antes de llegar a Av. Callao. Aunque la joven había comenzado a caminar con pasos apresurados, a Leopoldo apenas le costó esfuerzo el salto desde el tranvía a la dureza de la acera, seguirla hasta la primera esquina, luego verla doblar y bajar una cantidad de cuadras que fue incapaz de enumerar, por Juncal, caminaba tan distraído y concentrado a la vez. A esa hora los peatones eran una masa compacta de cuerpos ocupados en el paseo sabatino. Era la hora de la primera función nocturna y muchos iban camino al cine abrigados en gruesos sobretodos y tapados. Por esos días se estrenaban muchas películas en Buenos Aires, y algunos buscaban llegar a tiempo, ganando un espacio más ancho en la vereda que pronto los desembocaría en una sala de Av. Corrientes. Leopoldo se sorprendió de un tramo de baldosas vacío entre él y el par de tacones negros que perseguía, y apuró el paso.
Por primera vez en sus cortos veintiún años se desconoció, persiguiendo el hipnótico restallido de unos zapatos de mujer. Como si se llevaran arrastrando algo de él, algo que jamás había sospechado descubrir de esa imprevista manera, en un viaje de tranvía, con el asombro y el dulce miedo de quien ve asomar la cabeza de una serpiente encantada por el influjo de una flauta. De sonido lo suficientemente persuasivo para que la serpiente se desenrosque, suba, y muerda, con una ponzoña tan deliciosa que le convulsionó el cuerpo a secciones de la ciudad que no conocía. Se ocultó detrás de un árbol cuando los tacones entraron en un bar de Juncal. Luego la vio ocupar una mesa, encargar un cortado, y ahora los ojos negros miran por la ventana. Esperó media hora en la vereda de enfrente, soportando el viento y cuidando que nadie comience a sospechar. La siguió, doblando ahora hacia Azcuénaga, la calle de mala fama. Los tacones entraron en un local tan oscuro como los vidrios negros de la fachada. Quiso seguirla, pero el local aún estaba cerrado al público. Con ansiedad esperó a que su reloj pulsera marcara las veintitrés en punto, hora a partir de la cual los hechos se desencadenaron rápidamente. Empezó por pagar los mil quinientos pesos al improvisado boletero, luego sumergirse en la oscuridad de un recinto que lo recibió con humo y alcohol, la búsqueda obsesiva detrás de los vasos de whisky y ginebra, los ojos negros en un rincón, la invitación, me llamo Noemí, yo Leopoldo.
Noemí del otro lado del humo del cigarrillo se dejaba admirar. Leopoldo le descubrió la boca abierta recibiendo el vaso de whisky, entrando compulso en su garganta e hinchándole el collar que la adornaba. Cayó en la cuenta de que la deseaba, acostada en una cama y desnuda, él sobre su cuerpo que esa noche valía algunos cuantos pesos de su bolsillo. Sintió la picadura de la serpiente henchirse en su piel, el veneno engrosando el caudal de sus venas, necesitando el antídoto que sólo el cuerpo de Noemí esa noche le podía dar. Lo hubiera conseguido si los ojos negros no se hubieran ido volando de la forma en que se fueron, hacia otro lado, hacia la puerta de entrada por donde apreció él, el otro, el que tenía la billetera más llena de regalos para Noemí. La muchacha no tardó en irse, con él, con el otro. Se quedó solo en la mesa, siguiéndolos con la mirada hasta que se perdieron por un pasillo al fondo después de haberse tomado unas copas. Pronto llegarían otras muchachas. Las rechazó sin siquiera mirarlas. La rabia le palpitaba con colmillo de serpiente enterrándose en su orgullo, segregando esta vez otra clase de veneno que se le salía por los ojos enrojecidos. Decidió quedarse una hora más, dejarse atormentar por los versos del tango que se descolgaban del pequeño escenario, dejarse rogar por las chinas que le suplicaban una copa, dejarse provocar por él, por el otro, ahora sentado en la misma mesa, burlándose de su billetera flaca con Noemí acomodada coqueta en su falda. Quizás hubiera logrado llegar a su casa, salir caminando por la vereda a esa hora desierta hasta tomarse un taxi, pero había reaccionado a la provocación y sin facón no tuvo chances. Sintió como la serpiente se arrastraba por el suelo donde quedó tirado, algunos quisieron socorrerlo, pero Noemí se iba otra vez, con él, con el otro, y la serpiente lo aprieta de tal modo en la garganta, que le va quitando la última respiración que le quedaba.





sábado, 26 de octubre de 2013

La princesa


Como en tantas otras vigilias, se levantó y se asomó por la ventana, imaginó que a lo lejos alguien estaría pensando en ella, a algunas millas quizás, detrás de los estuarios y los pantanos, y a lo mejor también buscándola; quiere suponer que su recuerdo florece en alguna habitación distante con la fuerza que le diera cualquier vela, de las pocas que brillan en el magro mosaico de las ventanas, abajo en el poblado. Y el tiempo se va acabando. A veces, generalmente durante las noche, de sus ojos emana la esperanza de que el milagro se esté produciendo ahora, bajo la ocasional y pálida luna, cuyo reflejo en la armadura reverbera sobre crines negras que monta el valiente caballero que viene a rescatarla. Tuvo mucho tiempo para ensayar la bienvenida, incontables veces se inclinó sobre la última ventana del castillo, con el peinado lo mejor que pudo arreglárselo, y el pañuelo extendido flameando en una mano, agitado por el viento que sopla en dirección al camino, por donde tendría que llegar en cualquier momento el jinete de armadura plateada, porque detrás del puente levadizo podría estar acechando un dragón o una bruja, un ogro o un fantasma, eso el jinete no lo sabe. Ella sí. Como también lo sabe el viejo, que a la luz de una magra vela le relata el cuento al niño de ojos asombrados, esperando que le digan que el jinete está llegando, destrozando la puerta del castillo para derrotar al dragón que escupe fuego, y luego de subir apresurado las escaleras llega a la última habitación, echando abajo la puerta y rescatando en sus brazos a la princesa que ya tiene los ojos cerrados de tanta espera.
—Y comieron perdices y fueron felices —concluye el viejo haciendo sonreír al niño.

miércoles, 23 de octubre de 2013

El rugido adentro

Toda la noche se la pasó dando vueltas en la cama, desvelado por el calor y los mosquitos que le zumbaron incansablemente en los oídos. En los ojos todavía carga el peso de la noche, pero se levantó aliviado porque únicamente había escuchado mosquitos. Afuera amanece otro ardiente domingo de verano y ya queman las chapas en el techo.
Aferró la escopeta que siempre tiene a mano (cerca de la cabecera cuando duerme, apoyada en el canto de la mesa cuando almuerza), y fue a la cocina, adivinando el filo de los muebles en la oscuridad, ya le pasó de lastimarse con la esquina de la mesa, pero tuvo que asegurar todas las ventanas y cruzarlas con tablas de quebracho colorado. Por eso la luz que logra filtrarse no alcanza y sólo queda tantear, a veces con las manos, otras veces con los pies, incluso hasta con la misma culata de la escopeta. Sin embargo ya está acostumbrado, aunque le gustaría tanto tomar mate abajo del sauce, escuchando las calandrias y los zorzales cantar desde el monte, ese monte que cada año es más chico y menos verde, que parece alejarse cada vez más por culpa de la siembra, por culpa de la soja; pero este verano vino demasiado caluroso y ya se sabe que los veranos demasiado calurosos... Como aquel primer verano infernal que siempre le viene a la memoria, cuando celebraban el casamiento de su tío, el solterón empedernido le decían hasta ese entonces, y la carne de chivitos y chanchos -despidiendo su aroma todavía crudo- que se asaban al calor de las brazas, y que junto al bullicio que escapaba de acordeones y guitarras, trajeron la desgracia. Era un niño entonces, y el recuerdo de la tragedia de esa noche necesitó menos de un minuto para barrer brutalmente los anteriores, cuando se aventuraba en excursiones al monte en el sulky con algún amigo, o se enrojecía el paladar con las sandías de la siesta. Ahora cierra los ojos y, como si fuera una película de las que reproducen en el pueblo, lo puede ver, irrumpiendo desde los pastizales amparado por la noche sofocante, la mujeres gritando, los hombres tratando de defenderse, y...  Esa evocación le hizo latir fuerte el corazón y olvidar que echó algo de leña en la salamandra, y la pava para el mate ya está silbando sobre el fuego, pero un ruido en el patio y un alboroto de gallinas, y la escopeta preparada, empuñada en las manos temblorosas. Otra vez escuchó el ruido, pero ahora es un rugido que se dejó oír claramente, no sabía si adentro suyo o afuera, y los caballos comenzaron a relinchar en el establo, también cerrado, por lo menos durante todo el verano, entonces el rugido debía ser afuera de él, porque los caballos también escucharon. Asomó la vista por entre las tablas, examinando la parte trasera de la casa, y vio los motes de cortaderas meciéndose apenas por los remilgues del viento y más lejos el monte recostado que parece dormir bajo el calor, en el patio caminan algunos zorzales picoteando a la sombra de los aguaribays, y eso lo tranquilizó, pero entonces el condenado rugido fue, otra vez, adentro suyo, se ofuscó, como le sucede siempre al llegar el verano, y los zorzales de golpe remontaron vuelo, alarmados, con las alas chocándose frenéticamente y el ojo que medía la puntería de la escopeta se le enrojeció y parpadeó nervioso. Y lo pudo ver. No supo si era de color gris o pardo, pero esa melena lo perturbó, tan agreste y salvaje como despiadada, husmeando en la entrada del establo, rasguñando y sacándole a la puerta un rechinar de madera calentándose al sol. Apuntó y el pulso se le volvió incontrolable, ese rugido espantoso venía de afuera pero también parecía venir de adentro, mezclándose con el relinche de los caballos y las gallinas asustadas. Fue cuando lo perdió de vista, pero ahí estaba de nuevo, ladeado, dándole la espalda, ahora inclinado sobre un costado del establo, buscando otra manera de entrar y olfateando su futura presa, pero ya vería el despiadado, ya conocería su escopeta, ya no era un chiquillo como la noche del casamiento. Decidió salir y probar mejor puntería sin tablas de quebracho que pudieran estorbar. Si avanzaba sigilosamente por el patio, calculó, el cazador no podría oírlo, y tendría mas chances de dar en el blanco. Cuando quitó el seguro de la puerta y la entornó lo suficiente para salir, la pava todavía silbaba sobre la salamandra, entonces apoyó primero el pie izquierdo sobre el patio de tierra, agachando el cuerpo, haciéndose un ovillo sin dejar de apuntar. Le brotaron pesadas gotas de sudor que resbalaron por su frente, y cuando estaba por disparar se escuchó atrás el sonido metálico estrellándose contra el suelo, la tapa de la pava rodaba por la cocina y la melena se volvió, giró, mirándolo de frente porque también había escuchado. Y retornó aquella noche de verano, el casamiento de su tío y los acordeones, los gritos, el rugido afuera y el rugido adentro, y ya no supo a dónde apuntar, si al rugido enfurecido y hambriento que viene corriendo desde el establo o al de adentro, que lo aturde todavía más. Sólo disparó y el rugido por fin se calló.



En cada colectivo


Me resultaría tan gracioso ver mi propia imagen esperando el colectivo, con esa ansiedad demasiado subida a mis hombros, casi lacerante, de los que esperan con un ramo de flores en la esquina, la primera cita y la primera novia. Aunque algo de eso hay, debo reconocerlo. Pero parece que viene, sí, allá viene —por fin, exclama alguien en la fila—, asomando su inmenso número de estandarte en la guerra del tránsito, ultimando una hilera imposible de taxis y otros colectivos que avanzan milagrosamente sin rozarse, abarrotados por la avenida Pueyrredón. Y después del resoplido, la puerta abierta, entonces trepar los estribos demasiado altos para la señora que se me adelantó en la fila, el oficinista de atrás hundiéndome los codos en la espalda, un ay, un pedido de permiso, su pelea irreconcialiable con el desodorante y la búsqueda de un hueco limpio en el aire, imposible; me resigno luego de pedir mecánicamente el boleto y con el nudo en mi garganta encaro el pasillo, sumergiéndome en ese amontonamiento confuso de cuerpos viajando apiñados. Al cabo de doscientos metros el colectivo deja atrás plaza Misserere y los pasajero se avalanchan buscando la salida, siempre es así a esta hora, ya lo tengo calculado, por eso el nudo apretándome todavía más fuerte en la garganta a medida que llega el momento, cuando veo un asiento vacío al lado de la muchacha, distraída con la mirada fija en alguna escena en la vereda. Me dejo deslizar casi con timidez sobre el asiento contiguo, repasando mentalmente todo lo ensayado, aunque no es nada complicado realmente.
De nuevo el impulso del colectivo, por la ventanilla comienzan a resbalar hacia atrás misceláneos de marquesinas ya encendidas, porque afuera Buenos Aires se ilumina artificialmente temprano, y en el recinto de asientos y pasajeros mirando hacia adelante y otros estudiando casi antropológicamente la vida en la calle, emerge el brillo que me interesa, el de la cabellera castaño oscuro y femenina viajando a mi lado. Y otra vez el nudo en mi garganta, ahogándome cuando juego a adivinar su nombre, ¿será Carla?, ¿Sonia?, ¿Rocío? Pero en realidad no importa tanto su nombre como la coincidencia de su melena castaña y hasta el peso liviano en sus ojos, tan parecida a su recuerdo, a como era ella. Y comprendo que ya se me acabaron los preámbulos, porque con mi mano temblorosa estoy tendiendo el anzuelo, rescatando de la oscuridad de mi bolso a Baldomero, aquellos sonetos que le gustaban tanto. Y pretendo, a veces ingenuamente, que de algún modo de la página amarillenta vuelen las palabras, "pienso en ti, en tus ojos, en tu tarde... Y me quisiera henchir como una vela y me refugio en mi interior, cobarde". Pero ella sigue mirando por la ventanilla, ajena a Baldomero, ajena a su tarde, en su mirada está el borde de avenida Las Heras y sus cafés, sus comercios, entonces es ella pero no es ella, porque si fuera ella ya se hubiera sumergido en Baldomero, y hasta su voz se convertiría en lectura suave, como cuando me susurró los sonetos aquella última noche, adelantado sus labios rosados y un poco abiertos, acomodando su pelo castaño tras las orejas. No es ella.