sábado, 26 de octubre de 2013

La princesa


Como en tantas otras vigilias, se levantó y se asomó por la ventana, imaginó que a lo lejos alguien estaría pensando en ella, a algunas millas quizás, detrás de los estuarios y los pantanos, y a lo mejor también buscándola; quiere suponer que su recuerdo florece en alguna habitación distante con la fuerza que le diera cualquier vela, de las pocas que brillan en el magro mosaico de las ventanas, abajo en el poblado. Y el tiempo se va acabando. A veces, generalmente durante las noche, de sus ojos emana la esperanza de que el milagro se esté produciendo ahora, bajo la ocasional y pálida luna, cuyo reflejo en la armadura reverbera sobre crines negras que monta el valiente caballero que viene a rescatarla. Tuvo mucho tiempo para ensayar la bienvenida, incontables veces se inclinó sobre la última ventana del castillo, con el peinado lo mejor que pudo arreglárselo, y el pañuelo extendido flameando en una mano, agitado por el viento que sopla en dirección al camino, por donde tendría que llegar en cualquier momento el jinete de armadura plateada, porque detrás del puente levadizo podría estar acechando un dragón o una bruja, un ogro o un fantasma, eso el jinete no lo sabe. Ella sí. Como también lo sabe el viejo, que a la luz de una magra vela le relata el cuento al niño de ojos asombrados, esperando que le digan que el jinete está llegando, destrozando la puerta del castillo para derrotar al dragón que escupe fuego, y luego de subir apresurado las escaleras llega a la última habitación, echando abajo la puerta y rescatando en sus brazos a la princesa que ya tiene los ojos cerrados de tanta espera.
—Y comieron perdices y fueron felices —concluye el viejo haciendo sonreír al niño.

jueves, 24 de octubre de 2013

Mis cien palabras

Anoche temblé
un viento pasaba,
surcando la noche
me robó cien palabras.
No me di cuenta
hasta que por fin desperté
y al mirar en la ventana,
en el rastro del viento
esparcidos los versos
de mis cien palabras.
"Mis cien palabras
están destrozadas",
desesperado grité
siguiéndole el rastro,
al viento ladrón
y de mala fama,
que en su torbellino
y arremolinadas,
tuviera cautivas
a mis cien palabras.
Pero cómo se hace
para perseguir al viento,
que sobre nubes
se puede escapar,
no soy un pájaro
tampoco un fantasma
y con afán poder intentar,
emprender un solo vuelo
su escondite oculto
no se pueda encontrar.

Desde ese día sólo camino,
mirando, por si perdidas,
en el suelo de algún camino,
cien palabras poder encontrar.


 

miércoles, 23 de octubre de 2013

El rugido adentro

Toda la noche se la pasó dando vueltas en la cama, desvelado por el calor y los mosquitos que le zumbaron incansablemente en los oídos. En los ojos todavía carga el peso de la noche, pero se levantó aliviado porque únicamente había escuchado mosquitos. Afuera amanece otro ardiente domingo de verano y ya queman las chapas en el techo.
Aferró la escopeta que siempre tiene a mano (cerca de la cabecera cuando duerme, apoyada en el canto de la mesa cuando almuerza), y fue a la cocina, adivinando el filo de los muebles en la oscuridad, ya le pasó de lastimarse con la esquina de la mesa, pero tuvo que asegurar todas las ventanas y cruzarlas con tablas de quebracho colorado. Por eso la luz que logra filtrarse no alcanza y sólo queda tantear, a veces con las manos, otras veces con los pies, incluso hasta con la misma culata de la escopeta. Sin embargo ya está acostumbrado, aunque le gustaría tanto tomar mate abajo del sauce, escuchando las calandrias y los zorzales cantar desde el monte, ese monte que cada año es más chico y menos verde, que parece alejarse cada vez más por culpa de la siembra, por culpa de la soja; pero este verano vino demasiado caluroso y ya se sabe que los veranos demasiado calurosos... Como aquel primer verano infernal que siempre le viene a la memoria, cuando celebraban el casamiento de su tío, el solterón empedernido le decían hasta ese entonces, y la carne de chivitos y chanchos -despidiendo su aroma todavía crudo- que se asaban al calor de las brazas, y que junto al bullicio que escapaba de acordeones y guitarras, trajeron la desgracia. Era un niño entonces, y el recuerdo de la tragedia de esa noche necesitó menos de un minuto para barrer brutalmente los anteriores, cuando se aventuraba en excursiones al monte en el sulky con algún amigo, o se enrojecía el paladar con las sandías de la siesta. Ahora cierra los ojos y, como si fuera una película de las que reproducen en el pueblo, lo puede ver, irrumpiendo desde los pastizales amparado por la noche sofocante, la mujeres gritando, los hombres tratando de defenderse, y...  Esa evocación le hizo latir fuerte el corazón y olvidar que echó algo de leña en la salamandra, y la pava para el mate ya está silbando sobre el fuego, pero un ruido en el patio y un alboroto de gallinas, y la escopeta preparada, empuñada en las manos temblorosas. Otra vez escuchó el ruido, pero ahora es un rugido que se dejó oír claramente, no sabía si adentro suyo o afuera, y los caballos comenzaron a relinchar en el establo, también cerrado, por lo menos durante todo el verano, entonces el rugido debía ser afuera de él, porque los caballos también escucharon. Asomó la vista por entre las tablas, examinando la parte trasera de la casa, y vio los motes de cortaderas meciéndose apenas por los remilgues del viento y más lejos el monte recostado que parece dormir bajo el calor, en el patio caminan algunos zorzales picoteando a la sombra de los aguaribays, y eso lo tranquilizó, pero entonces el condenado rugido fue, otra vez, adentro suyo, se ofuscó, como le sucede siempre al llegar el verano, y los zorzales de golpe remontaron vuelo, alarmados, con las alas chocándose frenéticamente y el ojo que medía la puntería de la escopeta se le enrojeció y parpadeó nervioso. Y lo pudo ver. No supo si era de color gris o pardo, pero esa melena lo perturbó, tan agreste y salvaje como despiadada, husmeando en la entrada del establo, rasguñando y sacándole a la puerta un rechinar de madera calentándose al sol. Apuntó y el pulso se le volvió incontrolable, ese rugido espantoso venía de afuera pero también parecía venir de adentro, mezclándose con el relinche de los caballos y las gallinas asustadas. Fue cuando lo perdió de vista, pero ahí estaba de nuevo, ladeado, dándole la espalda, ahora inclinado sobre un costado del establo, buscando otra manera de entrar y olfateando su futura presa, pero ya vería el despiadado, ya conocería su escopeta, ya no era un chiquillo como la noche del casamiento. Decidió salir y probar mejor puntería sin tablas de quebracho que pudieran estorbar. Si avanzaba sigilosamente por el patio, calculó, el cazador no podría oírlo, y tendría mas chances de dar en el blanco. Cuando quitó el seguro de la puerta y la entornó lo suficiente para salir, la pava todavía silbaba sobre la salamandra, entonces apoyó primero el pie izquierdo sobre el patio de tierra, agachando el cuerpo, haciéndose un ovillo sin dejar de apuntar. Le brotaron pesadas gotas de sudor que resbalaron por su frente, y cuando estaba por disparar se escuchó atrás el sonido metálico estrellándose contra el suelo, la tapa de la pava rodaba por la cocina y la melena se volvió, giró, mirándolo de frente porque también había escuchado. Y retornó aquella noche de verano, el casamiento de su tío y los acordeones, los gritos, el rugido afuera y el rugido adentro, y ya no supo a dónde apuntar, si al rugido enfurecido y hambriento que viene corriendo desde el establo o al de adentro, que lo aturde todavía más. Sólo disparó y el rugido por fin se calló.



En cada colectivo


Me resultaría tan gracioso ver mi propia imagen esperando el colectivo, con esa ansiedad demasiado subida a mis hombros, casi lacerante, de los que esperan con un ramo de flores en la esquina, la primera cita y la primera novia. Aunque algo de eso hay, debo reconocerlo. Pero parece que viene, sí, allá viene —por fin, exclama alguien en la fila—, asomando su inmenso número de estandarte en la guerra del tránsito, ultimando una hilera imposible de taxis y otros colectivos que avanzan milagrosamente sin rozarse, abarrotados por la avenida Pueyrredón. Y después del resoplido, la puerta abierta, entonces trepar los estribos demasiado altos para la señora que se me adelantó en la fila, el oficinista de atrás hundiéndome los codos en la espalda, un ay, un pedido de permiso, su pelea irreconcialiable con el desodorante y la búsqueda de un hueco limpio en el aire, imposible; me resigno luego de pedir mecánicamente el boleto y con el nudo en mi garganta encaro el pasillo, sumergiéndome en ese amontonamiento confuso de cuerpos viajando apiñados. Al cabo de doscientos metros el colectivo deja atrás plaza Misserere y los pasajero se avalanchan buscando la salida, siempre es así a esta hora, ya lo tengo calculado, por eso el nudo apretándome todavía más fuerte en la garganta a medida que llega el momento, cuando veo un asiento vacío al lado de la muchacha, distraída con la mirada fija en alguna escena en la vereda. Me dejo deslizar casi con timidez sobre el asiento contiguo, repasando mentalmente todo lo ensayado, aunque no es nada complicado realmente.
De nuevo el impulso del colectivo, por la ventanilla comienzan a resbalar hacia atrás misceláneos de marquesinas ya encendidas, porque afuera Buenos Aires se ilumina artificialmente temprano, y en el recinto de asientos y pasajeros mirando hacia adelante y otros estudiando casi antropológicamente la vida en la calle, emerge el brillo que me interesa, el de la cabellera castaño oscuro y femenina viajando a mi lado. Y otra vez el nudo en mi garganta, ahogándome cuando juego a adivinar su nombre, ¿será Carla?, ¿Sonia?, ¿Rocío? Pero en realidad no importa tanto su nombre como la coincidencia de su melena castaña y hasta el peso liviano en sus ojos, tan parecida a su recuerdo, a como era ella. Y comprendo que ya se me acabaron los preámbulos, porque con mi mano temblorosa estoy tendiendo el anzuelo, rescatando de la oscuridad de mi bolso a Baldomero, aquellos sonetos que le gustaban tanto. Y pretendo, a veces ingenuamente, que de algún modo de la página amarillenta vuelen las palabras, "pienso en ti, en tus ojos, en tu tarde... Y me quisiera henchir como una vela y me refugio en mi interior, cobarde". Pero ella sigue mirando por la ventanilla, ajena a Baldomero, ajena a su tarde, en su mirada está el borde de avenida Las Heras y sus cafés, sus comercios, entonces es ella pero no es ella, porque si fuera ella ya se hubiera sumergido en Baldomero, y hasta su voz se convertiría en lectura suave, como cuando me susurró los sonetos aquella última noche, adelantado sus labios rosados y un poco abiertos, acomodando su pelo castaño tras las orejas. No es ella.