lunes, 9 de diciembre de 2013

Gladys



No sé muy bien por qué decidí salir a la calle, quizás porque me llamó el clamor de un zorzal desde algún paraíso cercano, o tal vez me acuciaron las ganas de empujar un poco de libertad con los hombros, parecía todo tan desplegado y libre detrás de la ventana. Por eso salí. Aunque jamás imaginé que terminaría dando dos vueltas a la manzana, mucho menos ahora que pienso en aquel insólito motivo.
Había llegado a mi casa después de un larguísimo día de trabajo. Si mal no recuerdo todavía tenía tinta verde empapándome los dedos, demasiado sello, demasiadas recetas a lo largo del día. Los viernes siempre son complicados en el trabajo, pero aquella jornada terminé despachando la inconmensurable cifra de diez mil recetas (soy auditor de farmacia).
Fue algo extraño dejar el mate enfriándose sobre la mesa. Pero de alguna manera, ese día, la puerta de calle ya estaba abierta para mí desde muy temprano a la mañana, ya las cadenas estaban rotas, la suspensión de la tiranía del reloj, más tarde me di cuenta. Y mi esposa no me escuchó cuando salí a la claridad escasa de la tarde, solo el Blacky, que quiso venir conmigo hasta que lo reprendí y se fue a la cucha con el rabo entre las patas, perro miedoso, si nunca le pegamos en casa.
Agradecí la brisa que apenas me despeinaba y hacía susurrar los paraísos del verano. Encontré algunos vecinos apechugando de tanto sofoco, montados sobre sillitas de mimbre y refugiados en el fresco de la vereda. Creo haber saludado a don Cosme, de pantalón largo estaba el viejo con el calor que hacía.
Aunque nunca pensé demasiado en ella, de improvisto tuve la certeza de haberla visto, como si se hubiera escapado de algún sueño. Pero la perdí porque la niña doblaba la esquina, su falda blanca floreada de rojo la seguía como siempre la siguió, tan sumisa a su talle. Creí haber visto también su melena rozando el filo de la fachada y escondiéndola de mi vista. Cuando llegué a la esquina decidí doblar, seguirla por Echeverría, para dar vuelta a la manzana. Fue irremediable e increíble verla otra vez, su falda doblando nuevamente a la derecha. A pesar de encontrarme abstraído en la persecución, tuve la lúcida intuición de un minucioso juego de sincronización, ajustado entre esquina y esquina a la milésima de segundo, como si todo estuviera calculado para que cuando yo entrara en la calle por donde la había visto desaparecer, ella ya estuviera sumergiendo sus pies en la perpendicular inmediata. Se escondía de mí. Ese segundo episodio obviamente me hundió en la intriga, y hasta me obstiné en seguirla. Porque creí haber distinguido su mochila rosa, la misma que ella usaba a los diez años, cuando venía a mi casa para hacer los deberes del colegio. Eso fue hace mucho tiempo, yo ahora tengo 38 y soy auditor de farmacia.
Apresuré los pasos para alcanzar a la niña que se me adelantaba, siempre por una cuadra. Al llegar a la calle San Ramón ocurrió lo que tanto temí. La falda blanca nuevamente se perdía detrás de la vertical, doblando por La Cautiva. Una cuadra más y terminaría dando vuelta a la manzana. Me devoró la ansiedad por volver a ver su rostro salpicado con pecas, su mentón infantil por donde siempre resbalaba una gotita de mate cocido con leche. Volví a encontrar a don Cosme, todavía sentado en la sombra. El viejo se sorprendió, me había visto aparecer por la dirección contraria. Por encima de su cabeza la falda blanca me mostraba su último vuelo antes de perderse otra vez. El viejo me hizo una pregunta que no recuerdo, si me había olvidado algo en casa, una de esas preguntas que se hacen para salir del paso, no supe que responderle. Llegué por segunda vez hasta Echeverría y volvió a repetirse la aparición fugaz, luego la melena castaña esfumándose nuevamente. Por segunda vez lo sorprendí al viejo Cosme, otra vez apareciéndome de improvisto por el lado izquierdo. Me miró con más asombro, seguramente le impresionó mi rostro desencajado. Porque ahora que lo pienso, no hay manera de mantener la compostura cuando se persigue a una niña de la cual hace casi treinta años no se tiene noticias, y mucho más si la niña se burla de uno, jugando al juego del atrápame si puedes, si por ella fuera, dando vueltas eternas a la manzana. Gladys, Gladys estaba jugando conmigo. Otra explicación no se me ocurre.
Vi por última vez sus zapatillitas azules abandonando la calle San Gerónimo, otra vez desapareciendo por Echeverría. También me despedí de la curiosidad de don Cosme que ya me observaba con cara de preocupación. Era imposible alcanzar a la niña Gladys. El agua para el mate se había entibiado pero igual me animé a cebar el último. No sé desde cuando, creo que desde siempre, tengo la costumbre de tomar el primer mate de parado, me lo llevo a la ventana donde termino la infusión mirando la calle. Se me resbaló de la mano cuando vi a Gladys (la niña Gladys, porque ahora debe tener 36) desapareciendo por el segmento de vereda hacia la derecha, pasaría frente a don Cosme seguramente. Y don Cosme sí podría mirarla, como ya la había visto en dos ocasiones, porque aunque no la conoce, Gladys es tan linda que llamaría la atención de cualquiera. Qué lastima no haber podido verla, ni siquiera con los ojos de don Cosme, tan lindo es el vuelo de los cabellos de Gladys, acompañando el caminar pausado y grácil que tuvo siempre.
Mi esposa llegó desde el dormitorio, abandonando el bordado, me preguntó qué había ocurrido. Le dije la verdad pero a medias, después de todo los mates suelen resbalarse de las manos con más frecuencia de las que uno asiste, mucho más si las manos tienen dedos verdes fatigados de tanto sellar toda la tarde. Me aconsejó mirar un poco de televisión, distraerme con la transmisión del partido que river plate jugaba esa noche. Creo que le dije sí querida, como siempre que estoy pensando en otra cosa. Ella lo sabe muy bien y me lo reprocha, no por nada estamos casados hace quince años. Pero esa tarde estaba desmedidamente absorta en el bordado y las agujas. Me dijo que bueno, que era normal, y volvió a sus cosas.
Me quedé con la nariz pegada a la ventana, esperando ver pasar a Gladys. Pero no apareció. Ya se hacía de noche y sé que a Gladys no le gusta la oscuridad. Además, la oscuridad de ahora es distinta a las de hace treinta años, mucho más peligrosa para una niña. Antes casi siempre nos dejaban quedarnos un ratito más en la vereda, intercambiando figuritas o cortejando a alguna niña que asomaba los ojos por el balcón.
Como es de suponer me fui a dormir pensando mucho en Gladys, en su manera de escaparse de mí, privándome de colmar la necesidad de descubrir una nueva peca dibujada alrededor de la nariz, su pequeño mentón bailando en cada palabra de su boca. Me vino a la mente la cantidad enorme de peluches que ella tenía apilados sobre su cama de cobija verde, en su casa del primer piso de San Gerónimo y Echeverría, a donde se accedía por una escalera caracol y donde una vez la hermana de Gladys me sorprendió una tarde de carnaval vaciándome un balde de agua en la cabeza. Gladys me defendió porque gustaba de mí, y yo lo sabía. Éramos novios no declarados. Ella también sabía, yo gusté de ella desde que la conocí.
Por eso se me desgarró el corazón cuando la madre me dio la noticia, se iban a mudar del barrio, a un barrio vecino, el alquiler más barato y esas cosas que atienden los grandes. Pero para un niño de diez años la distancia hasta un barrio vecino queda exactamente del otro lado del mundo, donde no llegan ni los colectivos ni las bicicross. Desde ese momento un recuerdo herido me suele acechar desde algún rincón, y eso que llegué a ser auditor de farmacia. Porque algo me duele todavía cuando me acuerdo del domingo siguiente, cuando me sorprendieron los camiones de la mudanza abarrotados de muebles, estacionados en la vereda de Gladys. Lo recuerdo perfecto, como si fuera ayer que caminando de la mano de mi vieja, me jalaban para adelante mientras el alma se me moría en los camiones. No pude hablar, reclamar, empacarme como una mula en el baldosón de la esquina. No pude decirle mamá esperá, esperá que quiero ver a Gladys, mi novia por última vez, porque tengo novia yo. No. No pude. Me llevaron a los empujones porque claro que hice fuerza, pero una fuerza liviana de niño. Me hicieron doblar la esquina, mientras escondía las lágrimas de despedida sin poder despedirme, decirle adiós a Gladys, decirle adiós por última vez y para siempre. Y eso que llegué a ser auditor de farmacia.


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miércoles, 27 de noviembre de 2013

Yo quizás manco, quizás ciego



Todavía tragándome lo que queda de noche,
recuerdo la impasible tregua
de un pasillo vacío.
Te adivinaba la respiración
horizontal y arrullada
escapando por la celosía
de la buhardilla de enfrente.
Si no me pude contener, y no me arrepiento.
Si se me escaparon los bríos, y no me arrepiento.
Fue por haberte dibujado tanto
en mis cuadernos, usando el crayón verde
aguado en tus ojos.
¡Y cómo arrepentirme!
Si después de trasponer
un breve y oscuro campo de flores
me abrazaba tu boca
húmeda, rosada,
simplemente tu boca.
No recuerdo hasta dónde me hundí en tu cuerpo,
si a mis ojos cerrados,
si a mis manos abiertas,
te entregué por completo.
Aunque esta noche demasiado larga,
y yo quizás manco,
yo quizás ciego,
sigo tanteando en la hueca y oscura buhardilla
vacía de ti. Y no, no me arrepiento.

sábado, 9 de noviembre de 2013

Me lo dijo un amigo


 
 
Estación de Liniers, Buenos Aires, Argentina
 
 
Podría haber llegado a mi casa de no ser por esta brisa fresca que me castiga con malvada delicia, jugando en el arco de las pestañas. Haciendo que por una antigua herida que creí cicatrizada vuelva a sangrar la prontitud de  otras noches. Las imaginé  caídas en el olvido, lloradas lo suficiente como para haber sospechado con holgura que mis pasos ya no volverían hacia atrás, jamás. Pensé.
Y vuelvo a equivocarme, a toda conciencia. Pero mis pasos ya tomaron impulso una vez más, atravesando una plaza donde los niños deberían estar jugando en lugar de pedir monedas o un poco de comida, y las manos de un anciano soportando la intemperie se quedarán extendidas esperando una limosna que no recibirán en toda la noche, mientras sus ojos me ven pasar raudamente hacia la estación de trenes. Allí descontaré con lentitud las baldosas, porque la fila avanzará al ritmo de ojos cansados, de un hombre mirándome por el vidrio que refleja con cáscaras de ciruelas tanta desdicha en mi rostro. Me observa con extrañeza porque no encontró el rostro de quien vuelve, sino de quién va, reiniciando el ciclo porque ya estoy pidiéndolo de nuevo, volviendo al rito tormentoso de mis labios demandando el mismo boleto, siempre el mismo boleto, hasta esa misma estación donde sé que nadie me espera.
Seguramente en pleno viaje, cuando el tren haya abandonado el refugio del andén, y comience su encuentro con puntos encendidos de esporádicas ventanas, yo empezaré mi verdadero viaje, estudiando los perfiles dibujados en la ventanilla apagada contra la noche, daré inicio al examen de aquellos reflejos y sus facciones, y será un entrar en calor antes de transpirar el verdadero partido; entonces mediré la curva de la nariz de la mujer que le habla a la niña, también la onda del cabello de la estudiante que deja caer sus ojos sobre un libro demasiado grande para sus manos tan blancas y pequeñas; o cuando el tren se haya detenido en la primera estación y vaya incorporando nuevos rostros, yo sin comprender que este ejercicio es puro cálculo, me detendré a contemplar el rostro surcado de la anciana que sigue de pie y un poco adormilada, luchando para no soltar su bolsito por miedo a los punguistas, porque esa piel gastada es la visión de un tiempo que no me alojará como protagonista, los largos años resumidos en arrugas y pelo blanco que no habré acariciado ni besado, de un rostro todavía joven que no me espera en la estación a donde mi boleto en el bolsillo me está llevando.
Y la noche sobre estación Liniers que tantas veces acaricié sobre el lacio de su pelo, flotará en una espera desparramada detrás de una puerta de tren abriéndose, dejando entrar y salir tanta gente que no puede disimular la ausencia, tanta ausencia, mi ausencia, ausencia de ella. Y debajo de la cruz de la iglesia los labios me habrían dicho "te extrañé", le habría respondido "yo también" y habría valido la pena desandar el trayecto de la noche hacia sus sandalias humildes y marrones, pero ya no tengo la dicha, dicha de verla paciente en esa fracción de anden. Alguna vez estuvo ahí, esperándome con su cartera, bastándole a la felicidad un metro cuadrado de cemento, pero convertido en cielo, flotando con toda una sonrisa al final de los brazos apresurados, extendidos, enroscados en mi cuello. "Te extrañé", más bien "te extraño", y se lo digo a la cruz, que flota como yo, con los ojos solitarios en la cúspide de una iglesia.

domingo, 3 de noviembre de 2013

Mordedura de serpiente

Quizás si el humo de los cigarrillos hubiera sido más espeso, ellos no se habrían podido mirar de esa manera. La franca amenaza convertida en estocada rabiando de celos, llegando hasta el otro extremo de la mesa donde se agitan las respiraciones, tan propias de quienes se disputan el territorio sobre una mujer. De vez en cuando el rencor de los contendientes cae en un pozo de letargo, al crecer la cadencia hacia el pico más alto, a veces hasta llegar a conmover, de los compases de la orquesta sonando en el escenario. Las manos del cantor abrazando el mástil plateado en una especie de lasciva y pública exhibición bajo la luz de los reflectores, y la rejilla del micrófono sucumbiendo frente a tanta desdicha y melancolía. Y Leopoldo sentado en la silla parece estar de acuerdo, el tango es desdicha y es melancolía. Muchas veces es añorar lo perdido y la presión de un cuerpo contra otro, un voceo silencioso de yo te dirijo y vos seguime. Pero, para él, más que nada, el tango es mujer —y qué mujer, a juicio propio—, también ojos negros del otro lado de las sombras que bailan en la pista. Negros como el maquillaje que cubre los párpados, repetido todos los sábados de milonga sobre un rostro de porcelana de geisha, enmarcado en el azabache recogido por el impecable rodete, que sin embargo no coarta la libertad sensual del mechón que cae curvado sobre la frente. Para él es así y no hay manera de hacerlo entrar en razón. Siempre fue testarudo y rígido como la dureza de sus labios y el acero del facón que nunca se acostumbró a llevar en la cintura. Leopoldo vio que los ojos negros se movían, saliendo de las sombras donde están hundidas las sillas contra la pared opuesta y mal revocada; lo cautivó el mismo movimiento lleno de audacia que le descubriera aquella misma noche, unas cuantas horas atrás, cuando la vio por primera vez, pidiendo permiso para descender del tranvía antes de llegar a Av. Callao. Aunque la joven había comenzado a caminar con pasos apresurados, a Leopoldo apenas le costó esfuerzo el salto desde el tranvía a la dureza de la acera, seguirla hasta la primera esquina, luego verla doblar y bajar una cantidad de cuadras que fue incapaz de enumerar, por Juncal, caminaba tan distraído y concentrado a la vez. A esa hora los peatones eran una masa compacta de cuerpos ocupados en el paseo sabatino. Era la hora de la primera función nocturna y muchos iban camino al cine abrigados en gruesos sobretodos y tapados. Por esos días se estrenaban muchas películas en Buenos Aires, y algunos buscaban llegar a tiempo, ganando un espacio más ancho en la vereda que pronto los desembocaría en una sala de Av. Corrientes. Leopoldo se sorprendió de un tramo de baldosas vacío entre él y el par de tacones negros que perseguía, y apuró el paso.
Por primera vez en sus cortos veintiún años se desconoció, persiguiendo el hipnótico restallido de unos zapatos de mujer. Como si se llevaran arrastrando algo de él, algo que jamás había sospechado descubrir de esa imprevista manera, en un viaje de tranvía, con el asombro y el dulce miedo de quien ve asomar la cabeza de una serpiente encantada por el influjo de una flauta. De sonido lo suficientemente persuasivo para que la serpiente se desenrosque, suba, y muerda, con una ponzoña tan deliciosa que le convulsionó el cuerpo a secciones de la ciudad que no conocía. Se ocultó detrás de un árbol cuando los tacones entraron en un bar de Juncal. Luego la vio ocupar una mesa, encargar un cortado, y ahora los ojos negros miran por la ventana. Esperó media hora en la vereda de enfrente, soportando el viento y cuidando que nadie comience a sospechar. La siguió, doblando ahora hacia Azcuénaga, la calle de mala fama. Los tacones entraron en un local tan oscuro como los vidrios negros de la fachada. Quiso seguirla, pero el local aún estaba cerrado al público. Con ansiedad esperó a que su reloj pulsera marcara las veintitrés en punto, hora a partir de la cual los hechos se desencadenaron rápidamente. Empezó por pagar los mil quinientos pesos al improvisado boletero, luego sumergirse en la oscuridad de un recinto que lo recibió con humo y alcohol, la búsqueda obsesiva detrás de los vasos de whisky y ginebra, los ojos negros en un rincón, la invitación, me llamo Noemí, yo Leopoldo.
Noemí del otro lado del humo del cigarrillo se dejaba admirar. Leopoldo le descubrió la boca abierta recibiendo el vaso de whisky, entrando compulso en su garganta e hinchándole el collar que la adornaba. Cayó en la cuenta de que la deseaba, acostada en una cama y desnuda, él sobre su cuerpo que esa noche valía algunos cuantos pesos de su bolsillo. Sintió la picadura de la serpiente henchirse en su piel, el veneno engrosando el caudal de sus venas, necesitando el antídoto que sólo el cuerpo de Noemí esa noche le podía dar. Lo hubiera conseguido si los ojos negros no se hubieran ido volando de la forma en que se fueron, hacia otro lado, hacia la puerta de entrada por donde apreció él, el otro, el que tenía la billetera más llena de regalos para Noemí. La muchacha no tardó en irse, con él, con el otro. Se quedó solo en la mesa, siguiéndolos con la mirada hasta que se perdieron por un pasillo al fondo después de haberse tomado unas copas. Pronto llegarían otras muchachas. Las rechazó sin siquiera mirarlas. La rabia le palpitaba con colmillo de serpiente enterrándose en su orgullo, segregando esta vez otra clase de veneno que se le salía por los ojos enrojecidos. Decidió quedarse una hora más, dejarse atormentar por los versos del tango que se descolgaban del pequeño escenario, dejarse rogar por las chinas que le suplicaban una copa, dejarse provocar por él, por el otro, ahora sentado en la misma mesa, burlándose de su billetera flaca con Noemí acomodada coqueta en su falda. Quizás hubiera logrado llegar a su casa, salir caminando por la vereda a esa hora desierta hasta tomarse un taxi, pero había reaccionado a la provocación y sin facón no tuvo chances. Sintió como la serpiente se arrastraba por el suelo donde quedó tirado, algunos quisieron socorrerlo, pero Noemí se iba otra vez, con él, con el otro, y la serpiente lo aprieta de tal modo en la garganta, que le va quitando la última respiración que le quedaba.





sábado, 26 de octubre de 2013

La princesa


Como en tantas otras vigilias, se levantó y se asomó por la ventana, imaginó que a lo lejos alguien estaría pensando en ella, a algunas millas quizás, detrás de los estuarios y los pantanos, y a lo mejor también buscándola; quiere suponer que su recuerdo florece en alguna habitación distante con la fuerza que le diera cualquier vela, de las pocas que brillan en el magro mosaico de las ventanas, abajo en el poblado. Y el tiempo se va acabando. A veces, generalmente durante las noche, de sus ojos emana la esperanza de que el milagro se esté produciendo ahora, bajo la ocasional y pálida luna, cuyo reflejo en la armadura reverbera sobre crines negras que monta el valiente caballero que viene a rescatarla. Tuvo mucho tiempo para ensayar la bienvenida, incontables veces se inclinó sobre la última ventana del castillo, con el peinado lo mejor que pudo arreglárselo, y el pañuelo extendido flameando en una mano, agitado por el viento que sopla en dirección al camino, por donde tendría que llegar en cualquier momento el jinete de armadura plateada, porque detrás del puente levadizo podría estar acechando un dragón o una bruja, un ogro o un fantasma, eso el jinete no lo sabe. Ella sí. Como también lo sabe el viejo, que a la luz de una magra vela le relata el cuento al niño de ojos asombrados, esperando que le digan que el jinete está llegando, destrozando la puerta del castillo para derrotar al dragón que escupe fuego, y luego de subir apresurado las escaleras llega a la última habitación, echando abajo la puerta y rescatando en sus brazos a la princesa que ya tiene los ojos cerrados de tanta espera.
—Y comieron perdices y fueron felices —concluye el viejo haciendo sonreír al niño.

jueves, 24 de octubre de 2013

Mis cien palabras

Anoche temblé
un viento pasaba,
surcando la noche
me robó cien palabras.
No me di cuenta
hasta que por fin desperté
y al mirar en la ventana,
en el rastro del viento
esparcidos los versos
de mis cien palabras.
"Mis cien palabras
están destrozadas",
desesperado grité
siguiéndole el rastro,
al viento ladrón
y de mala fama,
que en su torbellino
y arremolinadas,
tuviera cautivas
a mis cien palabras.
Pero cómo se hace
para perseguir al viento,
que sobre nubes
se puede escapar,
no soy un pájaro
tampoco un fantasma
y con afán poder intentar,
emprender un solo vuelo
su escondite oculto
no se pueda encontrar.

Desde ese día sólo camino,
mirando, por si perdidas,
en el suelo de algún camino,
cien palabras poder encontrar.


 

miércoles, 23 de octubre de 2013

El rugido adentro

Toda la noche se la pasó dando vueltas en la cama, desvelado por el calor y los mosquitos que le zumbaron incansablemente en los oídos. En los ojos todavía carga el peso de la noche, pero se levantó aliviado porque únicamente había escuchado mosquitos. Afuera amanece otro ardiente domingo de verano y ya queman las chapas en el techo.
Aferró la escopeta que siempre tiene a mano (cerca de la cabecera cuando duerme, apoyada en el canto de la mesa cuando almuerza), y fue a la cocina, adivinando el filo de los muebles en la oscuridad, ya le pasó de lastimarse con la esquina de la mesa, pero tuvo que asegurar todas las ventanas y cruzarlas con tablas de quebracho colorado. Por eso la luz que logra filtrarse no alcanza y sólo queda tantear, a veces con las manos, otras veces con los pies, incluso hasta con la misma culata de la escopeta. Sin embargo ya está acostumbrado, aunque le gustaría tanto tomar mate abajo del sauce, escuchando las calandrias y los zorzales cantar desde el monte, ese monte que cada año es más chico y menos verde, que parece alejarse cada vez más por culpa de la siembra, por culpa de la soja; pero este verano vino demasiado caluroso y ya se sabe que los veranos demasiado calurosos... Como aquel primer verano infernal que siempre le viene a la memoria, cuando celebraban el casamiento de su tío, el solterón empedernido le decían hasta ese entonces, y la carne de chivitos y chanchos -despidiendo su aroma todavía crudo- que se asaban al calor de las brazas, y que junto al bullicio que escapaba de acordeones y guitarras, trajeron la desgracia. Era un niño entonces, y el recuerdo de la tragedia de esa noche necesitó menos de un minuto para barrer brutalmente los anteriores, cuando se aventuraba en excursiones al monte en el sulky con algún amigo, o se enrojecía el paladar con las sandías de la siesta. Ahora cierra los ojos y, como si fuera una película de las que reproducen en el pueblo, lo puede ver, irrumpiendo desde los pastizales amparado por la noche sofocante, la mujeres gritando, los hombres tratando de defenderse, y...  Esa evocación le hizo latir fuerte el corazón y olvidar que echó algo de leña en la salamandra, y la pava para el mate ya está silbando sobre el fuego, pero un ruido en el patio y un alboroto de gallinas, y la escopeta preparada, empuñada en las manos temblorosas. Otra vez escuchó el ruido, pero ahora es un rugido que se dejó oír claramente, no sabía si adentro suyo o afuera, y los caballos comenzaron a relinchar en el establo, también cerrado, por lo menos durante todo el verano, entonces el rugido debía ser afuera de él, porque los caballos también escucharon. Asomó la vista por entre las tablas, examinando la parte trasera de la casa, y vio los motes de cortaderas meciéndose apenas por los remilgues del viento y más lejos el monte recostado que parece dormir bajo el calor, en el patio caminan algunos zorzales picoteando a la sombra de los aguaribays, y eso lo tranquilizó, pero entonces el condenado rugido fue, otra vez, adentro suyo, se ofuscó, como le sucede siempre al llegar el verano, y los zorzales de golpe remontaron vuelo, alarmados, con las alas chocándose frenéticamente y el ojo que medía la puntería de la escopeta se le enrojeció y parpadeó nervioso. Y lo pudo ver. No supo si era de color gris o pardo, pero esa melena lo perturbó, tan agreste y salvaje como despiadada, husmeando en la entrada del establo, rasguñando y sacándole a la puerta un rechinar de madera calentándose al sol. Apuntó y el pulso se le volvió incontrolable, ese rugido espantoso venía de afuera pero también parecía venir de adentro, mezclándose con el relinche de los caballos y las gallinas asustadas. Fue cuando lo perdió de vista, pero ahí estaba de nuevo, ladeado, dándole la espalda, ahora inclinado sobre un costado del establo, buscando otra manera de entrar y olfateando su futura presa, pero ya vería el despiadado, ya conocería su escopeta, ya no era un chiquillo como la noche del casamiento. Decidió salir y probar mejor puntería sin tablas de quebracho que pudieran estorbar. Si avanzaba sigilosamente por el patio, calculó, el cazador no podría oírlo, y tendría mas chances de dar en el blanco. Cuando quitó el seguro de la puerta y la entornó lo suficiente para salir, la pava todavía silbaba sobre la salamandra, entonces apoyó primero el pie izquierdo sobre el patio de tierra, agachando el cuerpo, haciéndose un ovillo sin dejar de apuntar. Le brotaron pesadas gotas de sudor que resbalaron por su frente, y cuando estaba por disparar se escuchó atrás el sonido metálico estrellándose contra el suelo, la tapa de la pava rodaba por la cocina y la melena se volvió, giró, mirándolo de frente porque también había escuchado. Y retornó aquella noche de verano, el casamiento de su tío y los acordeones, los gritos, el rugido afuera y el rugido adentro, y ya no supo a dónde apuntar, si al rugido enfurecido y hambriento que viene corriendo desde el establo o al de adentro, que lo aturde todavía más. Sólo disparó y el rugido por fin se calló.



En cada colectivo


Me resultaría tan gracioso ver mi propia imagen esperando el colectivo, con esa ansiedad demasiado subida a mis hombros, casi lacerante, de los que esperan con un ramo de flores en la esquina, la primera cita y la primera novia. Aunque algo de eso hay, debo reconocerlo. Pero parece que viene, sí, allá viene —por fin, exclama alguien en la fila—, asomando su inmenso número de estandarte en la guerra del tránsito, ultimando una hilera imposible de taxis y otros colectivos que avanzan milagrosamente sin rozarse, abarrotados por la avenida Pueyrredón. Y después del resoplido, la puerta abierta, entonces trepar los estribos demasiado altos para la señora que se me adelantó en la fila, el oficinista de atrás hundiéndome los codos en la espalda, un ay, un pedido de permiso, su pelea irreconcialiable con el desodorante y la búsqueda de un hueco limpio en el aire, imposible; me resigno luego de pedir mecánicamente el boleto y con el nudo en mi garganta encaro el pasillo, sumergiéndome en ese amontonamiento confuso de cuerpos viajando apiñados. Al cabo de doscientos metros el colectivo deja atrás plaza Misserere y los pasajero se avalanchan buscando la salida, siempre es así a esta hora, ya lo tengo calculado, por eso el nudo apretándome todavía más fuerte en la garganta a medida que llega el momento, cuando veo un asiento vacío al lado de la muchacha, distraída con la mirada fija en alguna escena en la vereda. Me dejo deslizar casi con timidez sobre el asiento contiguo, repasando mentalmente todo lo ensayado, aunque no es nada complicado realmente.
De nuevo el impulso del colectivo, por la ventanilla comienzan a resbalar hacia atrás misceláneos de marquesinas ya encendidas, porque afuera Buenos Aires se ilumina artificialmente temprano, y en el recinto de asientos y pasajeros mirando hacia adelante y otros estudiando casi antropológicamente la vida en la calle, emerge el brillo que me interesa, el de la cabellera castaño oscuro y femenina viajando a mi lado. Y otra vez el nudo en mi garganta, ahogándome cuando juego a adivinar su nombre, ¿será Carla?, ¿Sonia?, ¿Rocío? Pero en realidad no importa tanto su nombre como la coincidencia de su melena castaña y hasta el peso liviano en sus ojos, tan parecida a su recuerdo, a como era ella. Y comprendo que ya se me acabaron los preámbulos, porque con mi mano temblorosa estoy tendiendo el anzuelo, rescatando de la oscuridad de mi bolso a Baldomero, aquellos sonetos que le gustaban tanto. Y pretendo, a veces ingenuamente, que de algún modo de la página amarillenta vuelen las palabras, "pienso en ti, en tus ojos, en tu tarde... Y me quisiera henchir como una vela y me refugio en mi interior, cobarde". Pero ella sigue mirando por la ventanilla, ajena a Baldomero, ajena a su tarde, en su mirada está el borde de avenida Las Heras y sus cafés, sus comercios, entonces es ella pero no es ella, porque si fuera ella ya se hubiera sumergido en Baldomero, y hasta su voz se convertiría en lectura suave, como cuando me susurró los sonetos aquella última noche, adelantado sus labios rosados y un poco abiertos, acomodando su pelo castaño tras las orejas. No es ella.