sábado, 17 de mayo de 2014

Último pasajero

Si lo hubiera podido decir en voz alta, el placer de darle vueltas de página a aquella conversación, fasciculado y archivando al mismo tiempo un debate suave consigo mismo, con su propio pensamiento, porque uno puede discrepar y en otras ocaciones, en cambio, descubrir que está de acuerdo con lo que uno mismo dice o piensa, sobre todo a esa hora en que las calles se van despoblando, y al mismo tiempo las veredas se quedan sin peatones.
Y también era extraño sentir los ojos un poco huérfanos de tanto tráfico y los oídos de tanto bocinazo, y de esa manera ir barriendo con la vista lo que queda de avenida hasta llegar al jardín zoológico. Pensó que, en realidad, no venía nada mal la mala racha de varios días de tormenta, el sábado por la noche se había trasformado en algo pasado por agua, pero inusualmente tranquilo y relajado. En la radio estaba sonando un buen tema, más bien rítmico, con bastante metal y eléctrico, y recordó que de más joven, cuando recién comenzaba con este oficio de manejar pesados colectivos llenos de pasaje, de vez en cuando le gustaba jugar al baterista frustrado, sobre todo en los momentos de soledad como éste, cuando la unidad quedaba casi vacía y se escuchaba en el techo el golpeteo de la lluvia; por lo general le venía el antojo minutos antes de llegar a cualquiera de las dos terminales, era simplemente golpear con los dedos sobre el volante, pero, obvio, eso casi nunca, porque uno ya es grande y la compostura, qué va a pensar aquella única pasajera, esa señorita tan seria (tan linda) que viaja sentada en el segundo asiento de los dobles, del lado del pasillo, con las piernas cruzadas y la minifalda que le deja ver una buena porción blanca de piernas. Y ella lo sigue mirando, aunque por el gesto que él le descubrió en el espejo retrovisor, seguramente debe querer disuadirlo, porque parece obvio que adivinó su intención de rockanrolero frustrado, además debe pretender que baje el volumen de la música porque seguro la está aturdiendo.

Pensó que si el trabajo fuera todos los días esto, esto que es ahora condimentado con lluvia en el techo y el colectivo casi vacío, y resaltó el «casi vacío», por la obvia y sencilla razón de aquella fortuita y grata compañía, con eso se conformaba, con verla sentada, admirarla de reojo, su minifalda y sus piernas no tan largas pero blancas, le gustaban las piernas blancas; ahora ella miraba distraída por la ventanilla peinándose el pelo con los dedos, y bien que así valdría la pena salir todas las noches y montar el colectivo, muchas veces dejando de sufrir el insomnio por tanto café pesado y negro que don Manolo le sirve en el bar, donde también lo esperan los muchachos, tan acostumbrados a la charla insulsa que, de paso, le sirve para despabilarse un poco, allí donde descansaba unos minutos y adonde ahora mismo se dirige, a la terminal de colectivos; y las cosas le ocurrían sin que él se diera demasiada cuenta, hasta un pensamiento que se le podría haber enquistado, un poco obstinado, que le hizo decirse que a lo mejor todo sería distinto, pero mejor, que dejaría de ser rutina para convertirse en un ahora, un presente corpóreo y absolutamente material, con moléculas y átomos bien sostenidos en una forma precisa, tal vez dos piernas, tal vez blancas, sin que nada terminara por despegarse o desaparecer debajo de una minifalda.

Y un poco lo lamentó, porque ya no tuvo tantas ganas de discutirse, de decirse que en este presente faltaba Lili a esta hora durmiendo plácidamente en su cama, pero que a las siete de la mañana la encontraría al pie de la puerta, esperándolo con el café caliente en la mesa (más rico que el de don Manolo) y algunas medialunas recién compradas. Nunca se había quejado de su vida, mucho menos de Lili, y la realidad era que no tenía motivos para hacerlo, sólo había que soportar por un tiempo más el desfazaje de los horarios cruzados, él trabajaba toda la noche, Lili al revés; pero Lili era tan fiel, lo que se dice una mujer de auténtico fiar, tan trabajadora y soñadora, alguien difícil de encontrar, ella seguía esperando el vestido blanco, algún día ver el arroz también blanco volar por encima de los novios y padrinos a la salida del civil.

Aunque pareciera ser que algunas cosas eran más fáciles si se las veía, se las palpaba y olía, y no costaba nada, era tan simple y sencillo como dejarse llevar por un latigazo suave hecho de música, música aquí y ahora, con el volumen de la radio que ya lo está bajando, porque al parecer la señorita (tan linda) se dio cuenta y con una sonrisa un poco velada en la semioscuridad parece estar agradeciéndolo aunque siga mirando hacia afuera; se dijo algo, o le dijeron algo, quizá era su pensamiento con el que había dejado de polemizar, que le insistía que sería bueno (muy bueno) que todas las noches de trabajo fueran así, fueran esto, fueran música suave, al parecer ahora un lento de los 80 cascabeleando en sus oídos, fueran gotas de lluvia en el techo del colectivo, sin dejar de lado el par de («sí, te lo voy a decir, y si no te gusta...»), fueran piernas blancas, fueran minifalda («ya te lo dije, a vos, que no lo querías escuchar»); pero detrás de esa voz disimulada, escondiéndose todo lo posible debajo de una realidad que quisiera solaparse indefinidamente, terminaba apareciendo eso que venía subiendo, lento y amargo desde el paladar, algo como un resabio de culpa, porque significaba olvidarse de lo otro, de aquello que por un momento se quedó sin nombre y sin cuerpo, porque ahora estaba ausente, lo invisible que sobre el colectivo también se llamaba Lili, de silueta cada vez más evanescente como sus hilos allá en la casa, Lili y su máquina de coser que él no podía oír, sonando hasta muy entrada la noche hasta que todo quedara en silencio y con las luces apagadas; entonces lo comprendió, por eso tragó un poco de saliva mientras giraba hacia avenida L. M. Campos con los ojos cada vez más rojos y sabía muy bien cuál era el motivo, y quiso replicarse, discutirle a su pensamiento, diciéndole, diciéndose que Lili también sabía ser un beso, bien real y tibio, que era ella quien lo despedía todas la mañanas y le deseaba buenas noches (una manera de expresarse, porque él dormía de día) y además le decía «que descanses, mi cariño» con una caricia de sus manos siempre tibias, «a las seis en punto te despierto», y de vuelta «que descanses, mi cariño»; pero ahora no es más Lili ni lo que quedaba de ella, ahora es un aroma y una fragancia, tan real, tan presente y exquisita que un poco le atonta los sentidos, y el pensamiento se le adormece en ese perfume que sabe a flores y a alcoba, a besos de frutilla flotando alrededor suyo recién descubierto, porque frenó el colectivo en la esquina de Gasquet y el viento no se lo llevó con tanta vehemencia por la ventanilla abierta, y supo muy bien de dónde venía, porque ahora hasta la noche dejó de existir, como también había desaparecido Lili durmiendo en la cama, ahora sólo es esa sonrisa de labios de un rouge vivo que descubrió pintados en el espejo retrovisor, y también el par de piernas blancas, un poco más inquietas y como llamando la atención; entonces ahora qué importaban el tráfico y las bocinas, los cambios de horarios con sus desfazajes, tenía la mente en blanco y como enceguecida, hasta no importaban tanto los insultos de los taxistas y otros colectiveros que le gritaban que arrancara de una buena vez, le pareció que hubiera sido hace siglos que lograban tirarlo en el estrés y en los brotes de nervios.