"Si alguna vez de pie al borde del abismo, lamentándome estaré el resto de mi vida si no me animé a saltar. Porque era el tobogán y yo el niño."
sábado, 26 de octubre de 2013
La princesa
Como en tantas otras vigilias, se levantó y se asomó por la ventana, imaginó que a lo lejos alguien estaría pensando en ella, a algunas millas quizás, detrás de los estuarios y los pantanos, y a lo mejor también buscándola; quiere suponer que su recuerdo florece en alguna habitación distante con la fuerza que le diera cualquier vela, de las pocas que brillan en el magro mosaico de las ventanas, abajo en el poblado. Y el tiempo se va acabando. A veces, generalmente durante las noche, de sus ojos emana la esperanza de que el milagro se esté produciendo ahora, bajo la ocasional y pálida luna, cuyo reflejo en la armadura reverbera sobre crines negras que monta el valiente caballero que viene a rescatarla. Tuvo mucho tiempo para ensayar la bienvenida, incontables veces se inclinó sobre la última ventana del castillo, con el peinado lo mejor que pudo arreglárselo, y el pañuelo extendido flameando en una mano, agitado por el viento que sopla en dirección al camino, por donde tendría que llegar en cualquier momento el jinete de armadura plateada, porque detrás del puente levadizo podría estar acechando un dragón o una bruja, un ogro o un fantasma, eso el jinete no lo sabe. Ella sí. Como también lo sabe el viejo, que a la luz de una magra vela le relata el cuento al niño de ojos asombrados, esperando que le digan que el jinete está llegando, destrozando la puerta del castillo para derrotar al dragón que escupe fuego, y luego de subir apresurado las escaleras llega a la última habitación, echando abajo la puerta y rescatando en sus brazos a la princesa que ya tiene los ojos cerrados de tanta espera.
—Y comieron perdices y fueron felices —concluye el viejo haciendo sonreír al niño.
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