miércoles, 23 de octubre de 2013

En cada colectivo


Me resultaría tan gracioso ver mi propia imagen esperando el colectivo, con esa ansiedad demasiado subida a mis hombros, casi lacerante, de los que esperan con un ramo de flores en la esquina, la primera cita y la primera novia. Aunque algo de eso hay, debo reconocerlo. Pero parece que viene, sí, allá viene —por fin, exclama alguien en la fila—, asomando su inmenso número de estandarte en la guerra del tránsito, ultimando una hilera imposible de taxis y otros colectivos que avanzan milagrosamente sin rozarse, abarrotados por la avenida Pueyrredón. Y después del resoplido, la puerta abierta, entonces trepar los estribos demasiado altos para la señora que se me adelantó en la fila, el oficinista de atrás hundiéndome los codos en la espalda, un ay, un pedido de permiso, su pelea irreconcialiable con el desodorante y la búsqueda de un hueco limpio en el aire, imposible; me resigno luego de pedir mecánicamente el boleto y con el nudo en mi garganta encaro el pasillo, sumergiéndome en ese amontonamiento confuso de cuerpos viajando apiñados. Al cabo de doscientos metros el colectivo deja atrás plaza Misserere y los pasajero se avalanchan buscando la salida, siempre es así a esta hora, ya lo tengo calculado, por eso el nudo apretándome todavía más fuerte en la garganta a medida que llega el momento, cuando veo un asiento vacío al lado de la muchacha, distraída con la mirada fija en alguna escena en la vereda. Me dejo deslizar casi con timidez sobre el asiento contiguo, repasando mentalmente todo lo ensayado, aunque no es nada complicado realmente.
De nuevo el impulso del colectivo, por la ventanilla comienzan a resbalar hacia atrás misceláneos de marquesinas ya encendidas, porque afuera Buenos Aires se ilumina artificialmente temprano, y en el recinto de asientos y pasajeros mirando hacia adelante y otros estudiando casi antropológicamente la vida en la calle, emerge el brillo que me interesa, el de la cabellera castaño oscuro y femenina viajando a mi lado. Y otra vez el nudo en mi garganta, ahogándome cuando juego a adivinar su nombre, ¿será Carla?, ¿Sonia?, ¿Rocío? Pero en realidad no importa tanto su nombre como la coincidencia de su melena castaña y hasta el peso liviano en sus ojos, tan parecida a su recuerdo, a como era ella. Y comprendo que ya se me acabaron los preámbulos, porque con mi mano temblorosa estoy tendiendo el anzuelo, rescatando de la oscuridad de mi bolso a Baldomero, aquellos sonetos que le gustaban tanto. Y pretendo, a veces ingenuamente, que de algún modo de la página amarillenta vuelen las palabras, "pienso en ti, en tus ojos, en tu tarde... Y me quisiera henchir como una vela y me refugio en mi interior, cobarde". Pero ella sigue mirando por la ventanilla, ajena a Baldomero, ajena a su tarde, en su mirada está el borde de avenida Las Heras y sus cafés, sus comercios, entonces es ella pero no es ella, porque si fuera ella ya se hubiera sumergido en Baldomero, y hasta su voz se convertiría en lectura suave, como cuando me susurró los sonetos aquella última noche, adelantado sus labios rosados y un poco abiertos, acomodando su pelo castaño tras las orejas. No es ella.



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