miércoles, 23 de octubre de 2013

El rugido adentro

Toda la noche se la pasó dando vueltas en la cama, desvelado por el calor y los mosquitos que le zumbaron incansablemente en los oídos. En los ojos todavía carga el peso de la noche, pero se levantó aliviado porque únicamente había escuchado mosquitos. Afuera amanece otro ardiente domingo de verano y ya queman las chapas en el techo.
Aferró la escopeta que siempre tiene a mano (cerca de la cabecera cuando duerme, apoyada en el canto de la mesa cuando almuerza), y fue a la cocina, adivinando el filo de los muebles en la oscuridad, ya le pasó de lastimarse con la esquina de la mesa, pero tuvo que asegurar todas las ventanas y cruzarlas con tablas de quebracho colorado. Por eso la luz que logra filtrarse no alcanza y sólo queda tantear, a veces con las manos, otras veces con los pies, incluso hasta con la misma culata de la escopeta. Sin embargo ya está acostumbrado, aunque le gustaría tanto tomar mate abajo del sauce, escuchando las calandrias y los zorzales cantar desde el monte, ese monte que cada año es más chico y menos verde, que parece alejarse cada vez más por culpa de la siembra, por culpa de la soja; pero este verano vino demasiado caluroso y ya se sabe que los veranos demasiado calurosos... Como aquel primer verano infernal que siempre le viene a la memoria, cuando celebraban el casamiento de su tío, el solterón empedernido le decían hasta ese entonces, y la carne de chivitos y chanchos -despidiendo su aroma todavía crudo- que se asaban al calor de las brazas, y que junto al bullicio que escapaba de acordeones y guitarras, trajeron la desgracia. Era un niño entonces, y el recuerdo de la tragedia de esa noche necesitó menos de un minuto para barrer brutalmente los anteriores, cuando se aventuraba en excursiones al monte en el sulky con algún amigo, o se enrojecía el paladar con las sandías de la siesta. Ahora cierra los ojos y, como si fuera una película de las que reproducen en el pueblo, lo puede ver, irrumpiendo desde los pastizales amparado por la noche sofocante, la mujeres gritando, los hombres tratando de defenderse, y...  Esa evocación le hizo latir fuerte el corazón y olvidar que echó algo de leña en la salamandra, y la pava para el mate ya está silbando sobre el fuego, pero un ruido en el patio y un alboroto de gallinas, y la escopeta preparada, empuñada en las manos temblorosas. Otra vez escuchó el ruido, pero ahora es un rugido que se dejó oír claramente, no sabía si adentro suyo o afuera, y los caballos comenzaron a relinchar en el establo, también cerrado, por lo menos durante todo el verano, entonces el rugido debía ser afuera de él, porque los caballos también escucharon. Asomó la vista por entre las tablas, examinando la parte trasera de la casa, y vio los motes de cortaderas meciéndose apenas por los remilgues del viento y más lejos el monte recostado que parece dormir bajo el calor, en el patio caminan algunos zorzales picoteando a la sombra de los aguaribays, y eso lo tranquilizó, pero entonces el condenado rugido fue, otra vez, adentro suyo, se ofuscó, como le sucede siempre al llegar el verano, y los zorzales de golpe remontaron vuelo, alarmados, con las alas chocándose frenéticamente y el ojo que medía la puntería de la escopeta se le enrojeció y parpadeó nervioso. Y lo pudo ver. No supo si era de color gris o pardo, pero esa melena lo perturbó, tan agreste y salvaje como despiadada, husmeando en la entrada del establo, rasguñando y sacándole a la puerta un rechinar de madera calentándose al sol. Apuntó y el pulso se le volvió incontrolable, ese rugido espantoso venía de afuera pero también parecía venir de adentro, mezclándose con el relinche de los caballos y las gallinas asustadas. Fue cuando lo perdió de vista, pero ahí estaba de nuevo, ladeado, dándole la espalda, ahora inclinado sobre un costado del establo, buscando otra manera de entrar y olfateando su futura presa, pero ya vería el despiadado, ya conocería su escopeta, ya no era un chiquillo como la noche del casamiento. Decidió salir y probar mejor puntería sin tablas de quebracho que pudieran estorbar. Si avanzaba sigilosamente por el patio, calculó, el cazador no podría oírlo, y tendría mas chances de dar en el blanco. Cuando quitó el seguro de la puerta y la entornó lo suficiente para salir, la pava todavía silbaba sobre la salamandra, entonces apoyó primero el pie izquierdo sobre el patio de tierra, agachando el cuerpo, haciéndose un ovillo sin dejar de apuntar. Le brotaron pesadas gotas de sudor que resbalaron por su frente, y cuando estaba por disparar se escuchó atrás el sonido metálico estrellándose contra el suelo, la tapa de la pava rodaba por la cocina y la melena se volvió, giró, mirándolo de frente porque también había escuchado. Y retornó aquella noche de verano, el casamiento de su tío y los acordeones, los gritos, el rugido afuera y el rugido adentro, y ya no supo a dónde apuntar, si al rugido enfurecido y hambriento que viene corriendo desde el establo o al de adentro, que lo aturde todavía más. Sólo disparó y el rugido por fin se calló.



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