"Si alguna vez de pie al borde del abismo, lamentándome estaré el resto de mi vida si no me animé a saltar. Porque era el tobogán y yo el niño."
miércoles, 27 de noviembre de 2013
Yo quizás manco, quizás ciego
Todavía tragándome lo que queda de noche,
recuerdo la impasible tregua
de un pasillo vacío.
Te adivinaba la respiración
horizontal y arrullada
escapando por la celosía
de la buhardilla de enfrente.
Si no me pude contener, y no me arrepiento.
Si se me escaparon los bríos, y no me arrepiento.
Fue por haberte dibujado tanto
en mis cuadernos, usando el crayón verde
aguado en tus ojos.
¡Y cómo arrepentirme!
Si después de trasponer
un breve y oscuro campo de flores
me abrazaba tu boca
húmeda, rosada,
simplemente tu boca.
No recuerdo hasta dónde me hundí en tu cuerpo,
si a mis ojos cerrados,
si a mis manos abiertas,
te entregué por completo.
Aunque esta noche demasiado larga,
y yo quizás manco,
yo quizás ciego,
sigo tanteando en la hueca y oscura buhardilla
vacía de ti. Y no, no me arrepiento.
sábado, 9 de noviembre de 2013
Me lo dijo un amigo
![]() |
Estación de Liniers, Buenos Aires, Argentina |
Podría haber llegado a mi casa de no ser por esta brisa fresca que me castiga con malvada delicia, jugando en el arco de las pestañas. Haciendo que por una antigua herida que creí cicatrizada vuelva a sangrar la prontitud de otras noches. Las imaginé caídas en el olvido, lloradas lo suficiente como para haber sospechado con holgura que mis pasos ya no volverían hacia atrás, jamás. Pensé.
Y vuelvo a equivocarme, a toda conciencia. Pero mis pasos ya tomaron impulso una vez más, atravesando una plaza donde los niños deberían estar jugando en lugar de pedir monedas o un poco de comida, y las manos de un anciano soportando la intemperie se quedarán extendidas esperando una limosna que no recibirán en toda la noche, mientras sus ojos me ven pasar raudamente hacia la estación de trenes. Allí descontaré con lentitud las baldosas, porque la fila avanzará al ritmo de ojos cansados, de un hombre mirándome por el vidrio que refleja con cáscaras de ciruelas tanta desdicha en mi rostro. Me observa con extrañeza porque no encontró el rostro de quien vuelve, sino de quién va, reiniciando el ciclo porque ya estoy pidiéndolo de nuevo, volviendo al rito tormentoso de mis labios demandando el mismo boleto, siempre el mismo boleto, hasta esa misma estación donde sé que nadie me espera.
Seguramente en pleno viaje, cuando el tren haya abandonado el refugio del andén, y comience su encuentro con puntos encendidos de esporádicas ventanas, yo empezaré mi verdadero viaje, estudiando los perfiles dibujados en la ventanilla apagada contra la noche, daré inicio al examen de aquellos reflejos y sus facciones, y será un entrar en calor antes de transpirar el verdadero partido; entonces mediré la curva de la nariz de la mujer que le habla a la niña, también la onda del cabello de la estudiante que deja caer sus ojos sobre un libro demasiado grande para sus manos tan blancas y pequeñas; o cuando el tren se haya detenido en la primera estación y vaya incorporando nuevos rostros, yo sin comprender que este ejercicio es puro cálculo, me detendré a contemplar el rostro surcado de la anciana que sigue de pie y un poco adormilada, luchando para no soltar su bolsito por miedo a los punguistas, porque esa piel gastada es la visión de un tiempo que no me alojará como protagonista, los largos años resumidos en arrugas y pelo blanco que no habré acariciado ni besado, de un rostro todavía joven que no me espera en la estación a donde mi boleto en el bolsillo me está llevando.
Y la noche sobre estación Liniers que tantas veces acaricié sobre el lacio de su pelo, flotará en una espera desparramada detrás de una puerta de tren abriéndose, dejando entrar y salir tanta gente que no puede disimular la ausencia, tanta ausencia, mi ausencia, ausencia de ella. Y debajo de la cruz de la iglesia los labios me habrían dicho "te extrañé", le habría respondido "yo también" y habría valido la pena desandar el trayecto de la noche hacia sus sandalias humildes y marrones, pero ya no tengo la dicha, dicha de verla paciente en esa fracción de anden. Alguna vez estuvo ahí, esperándome con su cartera, bastándole a la felicidad un metro cuadrado de cemento, pero convertido en cielo, flotando con toda una sonrisa al final de los brazos apresurados, extendidos, enroscados en mi cuello. "Te extrañé", más bien "te extraño", y se lo digo a la cruz, que flota como yo, con los ojos solitarios en la cúspide de una iglesia.
Y vuelvo a equivocarme, a toda conciencia. Pero mis pasos ya tomaron impulso una vez más, atravesando una plaza donde los niños deberían estar jugando en lugar de pedir monedas o un poco de comida, y las manos de un anciano soportando la intemperie se quedarán extendidas esperando una limosna que no recibirán en toda la noche, mientras sus ojos me ven pasar raudamente hacia la estación de trenes. Allí descontaré con lentitud las baldosas, porque la fila avanzará al ritmo de ojos cansados, de un hombre mirándome por el vidrio que refleja con cáscaras de ciruelas tanta desdicha en mi rostro. Me observa con extrañeza porque no encontró el rostro de quien vuelve, sino de quién va, reiniciando el ciclo porque ya estoy pidiéndolo de nuevo, volviendo al rito tormentoso de mis labios demandando el mismo boleto, siempre el mismo boleto, hasta esa misma estación donde sé que nadie me espera.
Seguramente en pleno viaje, cuando el tren haya abandonado el refugio del andén, y comience su encuentro con puntos encendidos de esporádicas ventanas, yo empezaré mi verdadero viaje, estudiando los perfiles dibujados en la ventanilla apagada contra la noche, daré inicio al examen de aquellos reflejos y sus facciones, y será un entrar en calor antes de transpirar el verdadero partido; entonces mediré la curva de la nariz de la mujer que le habla a la niña, también la onda del cabello de la estudiante que deja caer sus ojos sobre un libro demasiado grande para sus manos tan blancas y pequeñas; o cuando el tren se haya detenido en la primera estación y vaya incorporando nuevos rostros, yo sin comprender que este ejercicio es puro cálculo, me detendré a contemplar el rostro surcado de la anciana que sigue de pie y un poco adormilada, luchando para no soltar su bolsito por miedo a los punguistas, porque esa piel gastada es la visión de un tiempo que no me alojará como protagonista, los largos años resumidos en arrugas y pelo blanco que no habré acariciado ni besado, de un rostro todavía joven que no me espera en la estación a donde mi boleto en el bolsillo me está llevando.
Y la noche sobre estación Liniers que tantas veces acaricié sobre el lacio de su pelo, flotará en una espera desparramada detrás de una puerta de tren abriéndose, dejando entrar y salir tanta gente que no puede disimular la ausencia, tanta ausencia, mi ausencia, ausencia de ella. Y debajo de la cruz de la iglesia los labios me habrían dicho "te extrañé", le habría respondido "yo también" y habría valido la pena desandar el trayecto de la noche hacia sus sandalias humildes y marrones, pero ya no tengo la dicha, dicha de verla paciente en esa fracción de anden. Alguna vez estuvo ahí, esperándome con su cartera, bastándole a la felicidad un metro cuadrado de cemento, pero convertido en cielo, flotando con toda una sonrisa al final de los brazos apresurados, extendidos, enroscados en mi cuello. "Te extrañé", más bien "te extraño", y se lo digo a la cruz, que flota como yo, con los ojos solitarios en la cúspide de una iglesia.
domingo, 3 de noviembre de 2013
Mordedura de serpiente

Noemí del otro lado del humo del cigarrillo se dejaba admirar. Leopoldo le descubrió la boca abierta recibiendo el vaso de whisky, entrando compulso en su garganta e hinchándole el collar que la adornaba. Cayó en la cuenta de que la deseaba, acostada en una cama y desnuda, él sobre su cuerpo que esa noche valía algunos cuantos pesos de su bolsillo. Sintió la picadura de la serpiente henchirse en su piel, el veneno engrosando el caudal de sus venas, necesitando el antídoto que sólo el cuerpo de Noemí esa noche le podía dar. Lo hubiera conseguido si los ojos negros no se hubieran ido volando de la forma en que se fueron, hacia otro lado, hacia la puerta de entrada por donde apreció él, el otro, el que tenía la billetera más llena de regalos para Noemí. La muchacha no tardó en irse, con él, con el otro. Se quedó solo en la mesa, siguiéndolos con la mirada hasta que se perdieron por un pasillo al fondo después de haberse tomado unas copas. Pronto llegarían otras muchachas. Las rechazó sin siquiera mirarlas. La rabia le palpitaba con colmillo de serpiente enterrándose en su orgullo, segregando esta vez otra clase de veneno que se le salía por los ojos enrojecidos. Decidió quedarse una hora más, dejarse atormentar por los versos del tango que se descolgaban del pequeño escenario, dejarse rogar por las chinas que le suplicaban una copa, dejarse provocar por él, por el otro, ahora sentado en la misma mesa, burlándose de su billetera flaca con Noemí acomodada coqueta en su falda. Quizás hubiera logrado llegar a su casa, salir caminando por la vereda a esa hora desierta hasta tomarse un taxi, pero había reaccionado a la provocación y sin facón no tuvo chances. Sintió como la serpiente se arrastraba por el suelo donde quedó tirado, algunos quisieron socorrerlo, pero Noemí se iba otra vez, con él, con el otro, y la serpiente lo aprieta de tal modo en la garganta, que le va quitando la última respiración que le quedaba.
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