sábado, 9 de noviembre de 2013

Me lo dijo un amigo


 
 
Estación de Liniers, Buenos Aires, Argentina
 
 
Podría haber llegado a mi casa de no ser por esta brisa fresca que me castiga con malvada delicia, jugando en el arco de las pestañas. Haciendo que por una antigua herida que creí cicatrizada vuelva a sangrar la prontitud de  otras noches. Las imaginé  caídas en el olvido, lloradas lo suficiente como para haber sospechado con holgura que mis pasos ya no volverían hacia atrás, jamás. Pensé.
Y vuelvo a equivocarme, a toda conciencia. Pero mis pasos ya tomaron impulso una vez más, atravesando una plaza donde los niños deberían estar jugando en lugar de pedir monedas o un poco de comida, y las manos de un anciano soportando la intemperie se quedarán extendidas esperando una limosna que no recibirán en toda la noche, mientras sus ojos me ven pasar raudamente hacia la estación de trenes. Allí descontaré con lentitud las baldosas, porque la fila avanzará al ritmo de ojos cansados, de un hombre mirándome por el vidrio que refleja con cáscaras de ciruelas tanta desdicha en mi rostro. Me observa con extrañeza porque no encontró el rostro de quien vuelve, sino de quién va, reiniciando el ciclo porque ya estoy pidiéndolo de nuevo, volviendo al rito tormentoso de mis labios demandando el mismo boleto, siempre el mismo boleto, hasta esa misma estación donde sé que nadie me espera.
Seguramente en pleno viaje, cuando el tren haya abandonado el refugio del andén, y comience su encuentro con puntos encendidos de esporádicas ventanas, yo empezaré mi verdadero viaje, estudiando los perfiles dibujados en la ventanilla apagada contra la noche, daré inicio al examen de aquellos reflejos y sus facciones, y será un entrar en calor antes de transpirar el verdadero partido; entonces mediré la curva de la nariz de la mujer que le habla a la niña, también la onda del cabello de la estudiante que deja caer sus ojos sobre un libro demasiado grande para sus manos tan blancas y pequeñas; o cuando el tren se haya detenido en la primera estación y vaya incorporando nuevos rostros, yo sin comprender que este ejercicio es puro cálculo, me detendré a contemplar el rostro surcado de la anciana que sigue de pie y un poco adormilada, luchando para no soltar su bolsito por miedo a los punguistas, porque esa piel gastada es la visión de un tiempo que no me alojará como protagonista, los largos años resumidos en arrugas y pelo blanco que no habré acariciado ni besado, de un rostro todavía joven que no me espera en la estación a donde mi boleto en el bolsillo me está llevando.
Y la noche sobre estación Liniers que tantas veces acaricié sobre el lacio de su pelo, flotará en una espera desparramada detrás de una puerta de tren abriéndose, dejando entrar y salir tanta gente que no puede disimular la ausencia, tanta ausencia, mi ausencia, ausencia de ella. Y debajo de la cruz de la iglesia los labios me habrían dicho "te extrañé", le habría respondido "yo también" y habría valido la pena desandar el trayecto de la noche hacia sus sandalias humildes y marrones, pero ya no tengo la dicha, dicha de verla paciente en esa fracción de anden. Alguna vez estuvo ahí, esperándome con su cartera, bastándole a la felicidad un metro cuadrado de cemento, pero convertido en cielo, flotando con toda una sonrisa al final de los brazos apresurados, extendidos, enroscados en mi cuello. "Te extrañé", más bien "te extraño", y se lo digo a la cruz, que flota como yo, con los ojos solitarios en la cúspide de una iglesia.

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