"Si alguna vez de pie al borde del abismo, lamentándome estaré el resto de mi vida si no me animé a saltar. Porque era el tobogán y yo el niño."
domingo, 3 de noviembre de 2013
Mordedura de serpiente
Quizás si el humo de los cigarrillos hubiera sido más espeso, ellos no se habrían podido mirar de esa manera. La franca amenaza convertida en estocada rabiando de celos, llegando hasta el otro extremo de la mesa donde se agitan las respiraciones, tan propias de quienes se disputan el territorio sobre una mujer. De vez en cuando el rencor de los contendientes cae en un pozo de letargo, al crecer la cadencia hacia el pico más alto, a veces hasta llegar a conmover, de los compases de la orquesta sonando en el escenario. Las manos del cantor abrazando el mástil plateado en una especie de lasciva y pública exhibición bajo la luz de los reflectores, y la rejilla del micrófono sucumbiendo frente a tanta desdicha y melancolía. Y Leopoldo sentado en la silla parece estar de acuerdo, el tango es desdicha y es melancolía. Muchas veces es añorar lo perdido y la presión de un cuerpo contra otro, un voceo silencioso de yo te dirijo y vos seguime. Pero, para él, más que nada, el tango es mujer —y qué mujer, a juicio propio—, también ojos negros del otro lado de las sombras que bailan en la pista. Negros como el maquillaje que cubre los párpados, repetido todos los sábados de milonga sobre un rostro de porcelana de geisha, enmarcado en el azabache recogido por el impecable rodete, que sin embargo no coarta la libertad sensual del mechón que cae curvado sobre la frente. Para él es así y no hay manera de hacerlo entrar en razón. Siempre fue testarudo y rígido como la dureza de sus labios y el acero del facón que nunca se acostumbró a llevar en la cintura. Leopoldo vio que los ojos negros se movían, saliendo de las sombras donde están hundidas las sillas contra la pared opuesta y mal revocada; lo cautivó el mismo movimiento lleno de audacia que le descubriera aquella misma noche, unas cuantas horas atrás, cuando la vio por primera vez, pidiendo permiso para descender del tranvía antes de llegar a Av. Callao. Aunque la joven había comenzado a caminar con pasos apresurados, a Leopoldo apenas le costó esfuerzo el salto desde el tranvía a la dureza de la acera, seguirla hasta la primera esquina, luego verla doblar y bajar una cantidad de cuadras que fue incapaz de enumerar, por Juncal, caminaba tan distraído y concentrado a la vez. A esa hora los peatones eran una masa compacta de cuerpos ocupados en el paseo sabatino. Era la hora de la primera función nocturna y muchos iban camino al cine abrigados en gruesos sobretodos y tapados. Por esos días se estrenaban muchas películas en Buenos Aires, y algunos buscaban llegar a tiempo, ganando un espacio más ancho en la vereda que pronto los desembocaría en una sala de Av. Corrientes. Leopoldo se sorprendió de un tramo de baldosas vacío entre él y el par de tacones negros que perseguía, y apuró el paso.
Por primera vez en sus cortos veintiún años se desconoció, persiguiendo el hipnótico restallido de unos zapatos de mujer. Como si se llevaran arrastrando algo de él, algo que jamás había sospechado descubrir de esa imprevista manera, en un viaje de tranvía, con el asombro y el dulce miedo de quien ve asomar la cabeza de una serpiente encantada por el influjo de una flauta. De sonido lo suficientemente persuasivo para que la serpiente se desenrosque, suba, y muerda, con una ponzoña tan deliciosa que le convulsionó el cuerpo a secciones de la ciudad que no conocía. Se ocultó detrás de un árbol cuando los tacones entraron en un bar de Juncal. Luego la vio ocupar una mesa, encargar un cortado, y ahora los ojos negros miran por la ventana. Esperó media hora en la vereda de enfrente, soportando el viento y cuidando que nadie comience a sospechar. La siguió, doblando ahora hacia Azcuénaga, la calle de mala fama. Los tacones entraron en un local tan oscuro como los vidrios negros de la fachada. Quiso seguirla, pero el local aún estaba cerrado al público. Con ansiedad esperó a que su reloj pulsera marcara las veintitrés en punto, hora a partir de la cual los hechos se desencadenaron rápidamente. Empezó por pagar los mil quinientos pesos al improvisado boletero, luego sumergirse en la oscuridad de un recinto que lo recibió con humo y alcohol, la búsqueda obsesiva detrás de los vasos de whisky y ginebra, los ojos negros en un rincón, la invitación, me llamo Noemí, yo Leopoldo. Noemí del otro lado del humo del cigarrillo se dejaba admirar. Leopoldo le descubrió la boca abierta recibiendo el vaso de whisky, entrando compulso en su garganta e hinchándole el collar que la adornaba. Cayó en la cuenta de que la deseaba, acostada en una cama y desnuda, él sobre su cuerpo que esa noche valía algunos cuantos pesos de su bolsillo. Sintió la picadura de la serpiente henchirse en su piel, el veneno engrosando el caudal de sus venas, necesitando el antídoto que sólo el cuerpo de Noemí esa noche le podía dar. Lo hubiera conseguido si los ojos negros no se hubieran ido volando de la forma en que se fueron, hacia otro lado, hacia la puerta de entrada por donde apreció él, el otro, el que tenía la billetera más llena de regalos para Noemí. La muchacha no tardó en irse, con él, con el otro. Se quedó solo en la mesa, siguiéndolos con la mirada hasta que se perdieron por un pasillo al fondo después de haberse tomado unas copas. Pronto llegarían otras muchachas. Las rechazó sin siquiera mirarlas. La rabia le palpitaba con colmillo de serpiente enterrándose en su orgullo, segregando esta vez otra clase de veneno que se le salía por los ojos enrojecidos. Decidió quedarse una hora más, dejarse atormentar por los versos del tango que se descolgaban del pequeño escenario, dejarse rogar por las chinas que le suplicaban una copa, dejarse provocar por él, por el otro, ahora sentado en la misma mesa, burlándose de su billetera flaca con Noemí acomodada coqueta en su falda. Quizás hubiera logrado llegar a su casa, salir caminando por la vereda a esa hora desierta hasta tomarse un taxi, pero había reaccionado a la provocación y sin facón no tuvo chances. Sintió como la serpiente se arrastraba por el suelo donde quedó tirado, algunos quisieron socorrerlo, pero Noemí se iba otra vez, con él, con el otro, y la serpiente lo aprieta de tal modo en la garganta, que le va quitando la última respiración que le quedaba.
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